Publicado
2018-11-19

Consideraciones éticas en torno de la documentación del Patrimonio Cultural Inmaterial

Ethical considerations regarding the documentation about Intangible Cultural Heritage

DOI: https://doi.org/10.15332/25006681.3847
Hilario Topete Lara

Resumen (es)

El presente artículo contiene algunas reflexiones en torno a las formas como se estudia el Patrimonio Cultural Inmaterial. Adicionalmente, propone ideas generales para la formación de profesionales que produzcan documentos audiovisuales de tradición oral.  Sin embargo, el mayor énfasis en el ensayo se encuentra en la formación ética del profesional que se labora con Patrimonio Cultural Inmaterial

Palabras clave (es): Patrimonio Cultural Inmaterial, ética, documentación, tradición oral

Resumen (en)

This paper contains some reflections on the ways in which Intangible Cultural Heritage is studied. Additionally, it proposes general ideas for the training of professionals who produce audio-visual documents of oral tradition. However, the major emphasis in the text is found in the ethical training of the professional working with Intangible Cultural Heritage
Palabras clave (en): Intangible Cultural Heritage, ethics, documentation of Intangible Cultural Heritage, archives of the word, oral tradition

Referencias

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Unesco. (2003). Convención para la salvaguardia del Patrimonio Cultural Inmaterial. París. Recuperado de http://unesdoc.unesco.org/images/0013/001325/132540s.pdf

Unesco. (2005). Convención sobre la protección de la diversidad de las expresiones culturales. Recuperado de http://www.unesco.org/new/es/culture/themes/cultural-diversity/cultural-expressions/the-convention/convention-text/

Cómo citar

Topete Lara, H. (2018). Consideraciones éticas en torno de la documentación del Patrimonio Cultural Inmaterial. Campos En Ciencias Sociales, 6(1), 91-114. https://doi.org/10.15332/25006681.3847

Consideraciones éticas en torno de la documentación del Patrimonio Cultural Inmaterial      

Ethical considerations regarding the documentation about Intangible Cultural Heritage         

Hilario Topete Lara[1]

Escuela Nacional de Antropología e Historia (ENAH) Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH) (México)

Fecha de recepción: Septiembre 28 de 2017 | Fecha de aceptación: Mayo 28 de 2018

 

Para citar este artículo

Topete, H. (2018). Consideraciones éticas en torno de la documentación del Patrimonio Cultural Inmaterial. Revista Campos en Ciencias Sociales, 6(1), 91-114. Bogotá: Universidad Santo Tomás. DOI: https://doi.org/10.15332/ s2339-3688.2018.0001.04

 

Resumen

El presente artículo contiene algunas reflexiones en torno a las formas como se estudia el Patrimonio Cultural Inmaterial. Adicionalmente, propone ideas generales para la formación de profesionales que produzcan documentos audiovisuales de tradición oral. Sin embargo, el mayor énfasis en el documento se encuentra en la formación ética del profesional que se labora con Patrimonio Cultural Inmaterial.

Palabras clave: Patrimonio Cultural Inmaterial, ética, documentación de Patrimonio Cultural Inmaterial, archivo de la palabra, tradición oral.

Abstract

This paper contains some reflections on the ways in which Intangible Cultural Heritage is studied. Additionally, it proposes general ideas for the training of professionals who produce audio-visual documents of oral tradition. However, the major emphasis in the text is found in the ethical training of the professional working with Intangible Cultural Heritage.

Keywords: Intangible Cultural Heritage, ethics, documentation of Intangible Cultural Heritage, archives of the word, oral tradition.

Introducción

El presente artículo es una reflexión sobre la experiencia de años de trabajo etnográfico en campo y de formación de antropólogos en la Escuela Nacional de Antropología e Historia en México (ENAH), a la que se ha sumado la experiencia de casi una década de documentación del Patrimonio Cultural Inmaterial (PCI) realizada dentro del subproyecto Archivo de la Palabra (AP) del Proyecto Eje Tlaxiaco (PET), de vinculación desde la ENAH hacia las comunidades creadoras, portadoras y practicantes de expresiones culturales patrimonializadas. Pero este ensayo es algo más: contiene una propuesta ética para quienes desean emprender ejercicios de salvaguardia de PCI.

Una versión preliminar fue expuesta, en forma de conferencia, ante la maestría en Comunicación, Desarrollo y Cambio Social de la Universidad Santo Tomás en la primavera de 2017, bajo el título, “la etnografía como base para el estudio de la cultura”, aunque en ese evento académico la preocupación era puntualizar el énfasis en la etnografía como la única garante de una buena investigación, previa a la documentación del PCI como parte del proceso de conformación del Archivo de la Palabra de la ENAH.

En esta ocasión se han ensamblado ambos temas: documentación y ética, en una reflexión que culmina con una propuesta ética dialógica para noveles investigadores en etnología, antropología, etnohistoria y gestión del PCI como una aportación ya experimentada en la formación de documentadores en el AP-PET de la ENAH.

1.El objeto documentable

1.1.Ideas iniciales

El presente artículo tiene como finalidad exponer algunas reflexiones en torno a la forma como los antropólogos, etnólogos, comunicadores y otros gestores, se aproximan al Patrimonio Cultural Inmaterial (PCI), es decir:

A los usos, representaciones, expresiones, conocimientos y técnicas –junto con los instrumentos, objetos, artefactos y espacios culturales que les son inherentes– que las comunidades, los grupos y en algunos casos los individuos reconozcan como parte integrante de su patrimonio cultural. Este Patrimonio Cultural Inmaterial, que se transmite de generación en generación, es recreado constantemente por las comunidades y grupos en función de su entorno, su interacción con la naturaleza y su historia, infundiéndoles un sentimiento de identidad y continuidad y contribuyendo así a promover el respeto de la diversidad cultural y la creatividad humana. A los efectos de la presente Convención, se tendrá en cuenta únicamente el Patrimonio Cultural Inmaterial que sea compatible con los instrumentos internacionales de derechos humanos existentes y con los imperativos de respeto mutuo entre comunidades, grupos e individuos y de desarrollo sostenible. (Unesco, 2013, p. 2)

Ese patrimonio creado, atesorado y modificado a lo largo de los siglos tanto por factores internos como externos, y la dialéctica entre ambos, es desde hace tres lustros materia de preocupación de la Unesco en atención a su Convención para la Salvaguardia del Patrimonio Cultural Inmaterial y de los países que la han signado. Es motivo de suma atención porque en tiempos de globalización y políticas neoliberales, cuando todo es potencialmente una mercancía, la cultura no ha escapado a la mirada –ni a las prácticas económicas e ideológicas– de las empresas públicas y menos aún de las privadas. Ante la importancia que reviste el PCI y el inminente riesgo que corre, se ha propuesto como posible conjurador del riesgo de pérdidas patrimoniales, la salvaguardia, es decir:

Las medidas encaminadas a garantizar la viabilidad del Patrimonio Cultural Inmaterial, comprendidas la identificación, documentación, investigación, preservación, protección, promoción, valorización, transmisión –básicamente   a través de la enseñanza formal y no formal– y revitalización de este patrimonio en sus distintos aspectos. (Unesco, 2013, p. 3)

Justo una de las medidas propuestas en el antes citado cuerpo normativo es motivo de reflexión en los siguientes párrafos, la documentación, término que se utilizará en una extensión conceptual modificada. En efecto, proponemos que una práctica de documentación de PCI implica de facto casi todas las medidas enunciadas por la Convención. Específicamente, se usará como punto de partida la experiencia del Archivo de la Palabra (AP) de la Escuela Nacional de Antropología e Historia (ENAH) del Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH) en México. Un documento es idealmente una unidad de sentido expresada en un lenguaje comprensible (oral o escrito) sobre o en un soporte material (papel, plástico, piedra, tela, digital, etcétera), cuyo contenido proporciona información sobre ideas, funciones, disposiciones o cualquier otra actividad humana, con exclusión de los materiales que han sido generados como producto de investigación o divulgación, apoyado en fuentes primigenias, primarias u originales que, de suyo, son documentos en sí; por ende, un documento del archivo de la palabra puede ser un cuento, un mito, un estereotipo étnico registrado audiovisual o fonográficamente y que cuente con versión electrónica textual y, tal vez, con complementos iconográficos. La condición de idealidad se incorpora porque un documento puede no dar cuenta de una unidad de sentido debido a su incompletud por mutilación o extravío de alguna de sus partes. Empero, un documento del Archivo de la Palabra que se produce con PCI y herramientas digitales, no tiene como destino un archivo como tal, sino que rompe las barreras para ser difundido y su contenido sea accesible tanto por académicos, estudiantes y público en general (infra). El mismo proceso de documentación implica detección, investigación, valoración y registro, al menos, antes de producir un documento y justamente en esta fase del proceso es en la que quiero hacer énfasis.

1.2. Investigación y documentación

Con frecuencia acudimos, a través de los medios masivos de comunicación, a materiales audiovisuales con los que se construye una realidad con pretensión de verdad. Quizá esto amerite decir que lo real, aunque se conecta con la realidad, no es lo mismo: lo real está allá, fuera de nuestros sentidos, aunque estos también son reales; hay que decirlo, la realidad es una construcción realizada a partir de lo real percibido; o de lo real percibido y procesado por nuestra mente, lo que siempre es problemático de comprender. El proceso de construcción de la realidad a partir de la manera de verla por un tercero que nos dice que lo presentado es cierto, ancla en lo real percibido y pasado por nuestra mente; ergo, lo que tenemos en un material audiovisual tiene la pretensión de certeza (veridicción) (Carniglia, 2015, pp. 357- 364), o se nos presenta como verdadero; lo real no se discutiría, lo verdadero sí, aunque no sea este el espacio para discutirlo. Pero la documentación, el proceso que lleva a la creación de un material de archivo, es menos megalómano: ni es verdad, ni es la realidad, sino un registro sistemático “un poco aséptico” que puede servir al discurso cuando se tienen las claves para decodificar la forma para acceder al contenido, lo que implica todo un proceso que va desde la detección hasta su difusión y uso.

El proceso de documentación, pues, no se produce ni fortuita ni espontáneamente. Las improvisaciones suelen ser costosas a mediano y a largo plazo, si no es que suelen producir “basura”, este término es una expresión utilizada para designar materiales que, dada la escasa sistematización con la que fueron generados, son casi imposibles de organizar y clasificar para su óptimo uso. Caben dentro de esta expresión grabaciones sonoras o audiovisuales que no tienen indicador alguno acerca de quién registra, lugar, fecha, tecnología utilizada, etcétera. Estos documentos, muchas veces producidos por investigadores o académicos con toda la mejor voluntad de servirse de ellos y la superior intención de legarlos para otros en el futuro, suelen apilarse en cajas, anaqueles o unidades de almacenamiento masivo en calidad de fondos a los que muy pocos acceden para su consulta.

De hecho, se trata de una metáfora con la que se adjetivan los materiales de difícil catalogación y de información incompleta, o de una calidad técnica muy descuidada para producirlos. La documentación audiovisual, que es la que nos ocupa, requiere de una formación específica para reconocer una expresión de PCI, lo que implica el manejo de conceptos y categorías, derecho y políticas públicas nacionales e internacionales aplicados y relacionados con el tema; lo realiza un individuo capacitado en técnicas y tecnologías tanto etnográficas como audiovisuales; es detectado y seleccionado solo cuando se tiene algo más que rapport y empatía, además de una metodología para seleccionar; se realizan en plena corresponsabilidad y en coautoría sobre el documento, no sobre el contenido, lo que nos lleva a algo más allá que el consentimiento informado; debe ser producido con apego a preceptos archivísticos que permitan su organización, clasificación; luego, cada documento debe poseer su propio expediente, lo que implica manejo de conocimientos mínimos de archivología; debe el etnógrafo ser plenamente consciente del bien documentado para su conservación y absolutamente responsable en el proceso de edición, de difusión y divulgación. La noción de rapport que subyace en el presente texto es la de un estado de óptima comprensión interpersonal y la capacidad de comunicarse mutuamente con confianza, este nunca es unilateral; asimismo, el consentimiento informado, en su calidad de proceso, presupone un constante flujo de información suficiente, objetiva, veraz, oportuna por ambas partes para que, en uso de su completa soberanía, estas decidan sobre su permanencia o su salida del proceso. A pesar de ser concebido así, al menos en materia del tratamiento del PCI, el consentimiento informado no contempla, en la mayor parte de los casos, la preservación y el respeto de la soberanía de creador sobre el bien cultural involucrado.

Por otro lado, el consentimiento informado hace referencia a un proceso continuo durante el cual se refrenda la certeza de que las partes involucradas en una investigación, o en el tratamiento de una manifestación cultural, participan voluntariamente y con pleno conocimiento de riesgos, beneficios, objetivos, metas, productos, inconvenientes etcétera. En su calidad de proceso presupone un constante flujo de información suficiente, objetiva, veraz, oportuna por ambas partes para que, en uso de su completa soberanía, las partes involucradas decidan sobre su permanencia o su salida del proceso. A pesar de ser concebido así, al menos en materia del tratamiento del PCI, el consentimiento informado no contempla, en la mayor parte de los casos, la preservación y el respeto de la soberanía de creador sobre el bien cultural involucrado.

Documentar audiovisualmente el PCI no es simplemente encender la grabadora y la cámara, aunque sea un experto camarógrafo, porque un documento no es solo imagen y sonido, sino también el contenido y su manejo.

1.3.        La formación de un documentador de Patrimonio Cultural Inmaterial

El PCI es una de las creaciones más valiosas que los pueblos atesoran, porque les sirve para dar sentido a su existencia, les posibilitan la identidad, la cohesión interna y el trasiego hacia un futuro sobre el que no tienen muchas certezas. Como toda la cultura, posee un dinamismo que hace imposible cualquier ejercicio de salvaguardia para conservarlo tal como se le detecta, de allí la necesidad de una formación teórico- conceptual en torno de los instrumentos legales y las políticas públicas nacionales e internacionales en materia de PCI; asimismo, presupone el conocimiento general, particular y específico de cada uno de los ámbitos y de las expresiones culturales, así como los criterios de discernimiento para considerar la patrimonialización.

Si bien es cierto que el etnólogo y el antropólogo son los investigadores y académicos idóneos para documentar el PCI, en tanto son conocedores de teorías de la cultura, historia oral y el manejo de diversas técnicas etnográficas, también lo es que cualquier otro profesional vinculado con las ciencias sociales o las disciplinas humanísticas, solo requiere de un proceso educativo que le permita ampliar su perspectiva y focalizar el PCI. En todo caso, aprender a hacer una observación participante, un buen manejo de rapport y lograr empatía puede ser muy útil, pero esto puede potenciarse si desarrolla la habilidad para realizar una entrevista antropológica, desplegar el método comparativo –mínimamente– y las referencias cruzadas. Un buen manejo de base de datos y ficheros es absolutamente indispensable.

Sin importar el tipo de documentador, adicionalmente debe poseer una formación técnico-tecnológica en materia de sonido, luz y planos fotográficos, así como estrategias para la optimización de equipos para registro sonoro (grabadoras) y audiovisual (videocámaras). Pues bien, adicionalmente a eso es menester destacar un ámbito casi siempre descuidado en la formación de quienes estudian el PCI, y refiero específicamente a etnólogos y antropólogos, ese ámbito es el de la formación ética, a cuya reflexión dedicaré el resto del ensayo.

2.Hacia un código ético mínimo

2.1.        Normas básicas

En las disciplinas antropológicas y afines, la detección, registro etnográfico, documentación en audio y video, como iniciales procesos indagatorios, presuponen un contacto con la manifestación cultural o proceso sociocultural, y con sus creadores, portadores y practicantes, ese contacto siempre tiene consecuencias, pero casi nunca comparables con las que genera el contacto que con la cultura tiene la iniciativa privada o los gobiernos. Afortunadamente, hoy contamos con instrumentos jurídicos que nos permiten el reconocimiento y manejo del PCI; ejemplo de ello es la Convención para la Salvaguardia del Patrimonio Cultural Inmaterial del 2003 y su subsecuente (2005) en torno de la protección de este, que se erigen como respuesta a los riesgos que corre el PCI en tiempos de la mundialización; se trata de un instrumento jurídico que considera a aquel como patrimonio vivo, de grupos, valioso, digno de salvaguardia, en primera instancia por los creadores y practicantes en lo que denominamos procesos de patrimonialización endogénica y, en segundo lugar, por los estados adherentes (patrimonialización exogénica) en un diálogo –siempre sesgado– con los propios creadores-practicantes bajo el supuesto de un conocimiento informado. Los conceptos “patrimonialización endogénica” y “patrimonialización exogénica” los propuse ante la emergencia de distanciar aquellos procesos de puesta en valor, apropiación, defensa, creación, defensa y modificación de la cultura desde los propios grupos y sociedades (el primero) y los que surgen desde fuera como los emprendidos por las entidades federativas y el Estado. Esta emergencia ocurrió en julio de 2015 y aparecieron por vez primera en el proyecto de investigación para el programa de maestría-doctorado de Montserrat Patricia Rebollo Cruz (2016). Al parecer, alguien más los ha propuesto (lo desconozco a ciencia cierta) pero no se trata de plagio alguno, sino de una coincidencia.

Los antropólogos, como se indicó anteriormente, somos profesionales que por la propia “naturaleza” de nuestra profesión, el estudio de la cultura, estamos permanentemente en contacto con el PCI, sea en ejercicios salvaguardia u otros que distan de serlo, como la investigación “pura”; sin embargo, escasamente pensamos en nuestra relación con los otros, que ellos son ante todo personas, y que el PCI es de los otros y no se ajusta necesariamente ni a nuestras normas jurídicas ni a nuestra forma de pensarlo y vivirlo.

2.2.        Orfandad ética

En las instituciones formadoras de antropólogos y etnólogos he aprendido que para el trabajo de campo una buena dosis de rapport y de observación participante eran indispensables, y que grabar era tan útil como ver y escuchar. Eran tiempos de las grabadoras de periodista con cinta magnetofónica, cuando cualquiera irrumpía en una boda, una danza o un ritual de muertos con una cámara fotográfica en mano, y “sin decir ‘¡agua va!’”, enfocaba, encuadraba y disparaba; igual pasaba con el uso de la cámara de videocintas. También aprendí que cuando no se había logrado ese nivel de confianza y comunicación, no estaba nada mal llevar oculta una grabadora –previamente activada– dentro del morral o la back pack. La impudicia casi no reconocía límites. En sentido contrario de la vergüenza, podíamos henchirnos de orgullo al obtener información “en aras de la ciencia” esta lo justificaba todo, hasta esas irrespetuosas formas de respeto. Pero permítaseme regresar un poco sobre el rapport.

2.3.        Más allá del rapport

Cualquier estudioso de la cultura y la sociedad sabe, desde los primeros pasos en su formación disciplinar, que en el trabajo de campo debe desplegar afabilidad, sentido común y todo cuanto esté a la mano para crear atmósferas de confianza en aras de conseguir del otro cierta disposición a cooperar con nuestros proyectos; de producir las condiciones mediante la observación participante para establecer una comunicación fluida, sincera, tan cualitativamente rica como sea posible. Mediante el rapport es posible ayudar al otro y a sí mismo a concentrarse en un solo objetivo, a la vez que mediante su consecución podemos entendernos mutuamente y lograr que en el proceso de comunicación fluya la información sin escollos, sin entendidos indeseables en ambos sentidos; salvamos distancias y diferencias, los malentendidos, las dudas, las reticencias en un ambiente de respeto mutuo. Las partes involucradas, así, pueden acordar pactar sin desconfianza, porque con él la comunicación y la comprensión mutua son la resultante “natural”. Empero, en aras del rapport, de una supuesta tolerancia y respeto, seguimos siendo éticamente cuestionables.

En efecto, el rapport no es suficiente. Una cosa es que entendamos al otro y nos entienda, que lo respetemos y nos respete; otra cosa es desarrollar la capacidad de comprender su estado y responder con emociones y sentimientos adecuados a sus estados mentales, además de crear el canal de flujo de emociones, sentimientos e ideas en torno de los valores y las normas con las cuales se movería el otro y, a través de ese canal, corriesen también los valores y las normas propias; se trata de otra dimensión, la de la empatía. Y si esto es indispensable en el proceso etnográfico, debería serlo aún más en el contacto, la vivencia, el tratamiento del PCI del otro, porque: ¿sabemos qué es lo que ellos quieren hacer con su cultura?, ¿sabemos qué es lo que ellos quisieran hacer de su cultura con nosotros, si estamos nosotros incluidos?, ¿conocen el alcance y las dimensiones que puede lograr el atesoramiento de su cultura en manos irresponsables, mercantilistas? Puedo asegurar que casi siempre, la respuesta es no, por más observación participante que hagamos y teorías científicas ajenas que utilicemos; adicionalmente: la realidad es que no somos empáticos ni comprendemos que entre el otro y yo debería haber algo más allá de la empatía, una dialogía, de valores y normas, lo que equivale a una ética colocada en un horizonte que ocasionalmente es un mar proceloso. Se trata, pues de una ética aún no puesta en práctica.

2.4.        De la mano de Kant y Bentham/Stuart (esperando su indulgencia)

Desde hace más de una década he divulgado en diversos foros que, desde mis tiempos de estudiante, en ningún plan de estudios ni programa alguno de la ENAH había temas de ética (y no los hay hasta hoy, 2017) , como sí la había en muchas otras licenciaturas de instituciones de enseñanza superior. La ausencia de una ética para antropólogos es común en planes de estudio y programas para la formación en antropología y etnología en diversas universidades de Latinoamérica. El punto de partida es que los científicos sociales son respetuosos y tolerantes per se, por lo tanto, no se requeriría una reflexión sobre su comportamiento en trabajo de campo, e incluso, ni en el de gabinete. Todo se confía, ingenuamente, a su sensibilidad. Nunca supe por qué, pero me reconfortaba saber que los antropólogos nos reputábamos como paladines del respeto y la tolerancia a la alteridad. “Quizá allí radicaba el meollo de la ética profesional”, suponía. Estaba en un error, por supuesto, y hube de recuperar algunos harapos de mi previa formación, como aquellos que se tejieron el día en que me tropecé con Kant, a quien he leído poco, y desgraciadamente, entiendo menos.

En él había encontrado cierto sentido al núcleo del ethos antropológico. En efecto, existe una fórmula kantiana para el juicio moral que reza así: “se debe poder querer que una máxima de nuestra acción se torne ley general” (cito de memoria). Esta es una de las dos orientaciones éticas que guían el comportamiento de los cientistas sociales que trabajan la sociedad y la cultura; por consecuencia, la máxima kantiana “solo debo actuar según máximas que yo pueda querer que se conviertan en leyes generales”, viene a ser lo mismo que, “solo debo actuar según máximas tales que yo pueda desear que los demás actúen conforme con ellas” (por supuesto, también con respecto a mí). Pareciera que el principio egotista de cuidarse la espalda está detrás del respeto a la otredad: defender la tolerancia hacia otros, es defender la tolerancia hacia mí, en cierta manera; entonces, solo se puede ser responsable de sí mismo (¡mezquina idea de respeto a la diversidad!); sin embargo, adelanto, en materia de un PCI que en el proceso de investigación queda justo entre el otro y yo, pero que no es mío, no se puede actuar bajo el mismo axioma. Esta forma de pensamiento, cuando guio el comportamiento en prácticas y trabajo de campo, permitía a los estudiantes y tesistas eludir la responsabilidad de aguzar el sentido común y de trasladar los hábitos adquiridos de su sociedad de origen a la de estudio (cuando eran diferentes ambas) sin considerar –y por ende, sin preocuparse por– las perturbaciones ocasionadas.

Por otro lado, pareciera ser también que mi máxima generalizable puede estar acompañada de otras que no lo son, ¿por qué? Porque hay una trampa, que inicia con un supuesto: todos somos iguales, pensamos igual, deseamos cosas iguales, y voy a ejemplificarlo con un crítico del imperativo categórico kantiano que, curiosamente, no es filósofo, sino etólogo especialista en chimpancés y bonobos:

Si en un congreso sigo a una atractiva mujer a la que apenas conozco hasta su hotel y me meto en su cama sin haber sido invitado, puedo adivinar bastante bien cómo reaccionará. Si le explico que estoy comportándome con ella como a mí me gustaría que ella se comportara conmigo, me temo que mi apelación a la regla de oro no funcione. O supongamos que, con conocimiento de causa, sirvo salchichas de cerdo a un vegano. Como a mí me gusta la carne, no estoy haciendo más que seguir la regla de oro, pero el vegano considerará mi comportamiento detestable, quizás incluso inmoral. (De Waal, 2017, p. 194)

Es evidente que si yo desease que la violación a la autodeterminación cultural se elevase a rango de ley general, no por ello lo querría otro ser humano, según la perspectiva kantiana, sobre todo si estamos hablando de PCI; aquel es un deseo que ningún antropólogo podría defender públicamente sin ruborizarse; en efecto, y ya fuera del ejemplo, yo no podría querer que los demás hicieran suya esa máxima, ni podría esperar que los demás la sancionasen como ley general y me obligasen a su cumplimiento; pero mi pensamiento no rige al mundo. Justo las convenciones de 2003 y la de 2005 aparecerían, por un lado, como contenedores del ultraindividualismo neoliberal al considerar a las expresiones de PCI como colectivas; por otro, también abrieron las puertas para su potencial explotación bajo el disfraz de ¡buenas prácticas de salvaguardia” con fines turísticos; adicionalmente, se ha recurrido al consentimiento informado como recurso supremo de la salvaguardia y de los ejercicios de patrimonialización. Existe tras ello una deducción lógica: las máximas no generalizables son aquellas sobre las cuales los humanos no podrían nunca alcanzar acuerdo alguno; por ende, no pueden ser aceptadas como reglas para una praxis colectiva (al menos no se podría contar conmigo, por ejemplo, y esto marca nuevamente la dosis individualista que existe en ese carácter dado el respeto a la diversidad cultural).

Se trataría de predicar con el ejemplo y esperar a la consagración –sea que se participe en su realización o no, aunque es mejor lo primero– del imperativo categórico, ni más ni menos. En efecto, el imperativo me impone a actuar conforme con las máximas de las que pueda yo, al mismo tiempo, desear que se eleven al rango de “ley universal”; ahora, lo que yo deseo que se convierta en ley general, está determinado por mis convicciones normativas existentes desde siempre y, particularmente, por mis expectativas normativas respecto de los demás, adquiridas por cierto adiestramiento social; en otras palabras, en lo general por mi habitus, y en lo particular por la realización personal del habitus. ¿Qué es lo que resulta de ello? Que el “haz aquello que creas que valga la pena de ser elevado a ley general”, no es otra cosa que un “haz aquello que creas que debe hacerse”, o un “haz lo que debes hacer”, o en última instancia, “haz aquí, ahora, por propia convicción, un conjunto de obligaciones normativas ya reconocidas (socialmente)”; la noción de absoluta individualidad en la actuación parece ser más la excepción que lo cotidiano, porque las normas reconocidas socialmente son las del propio grupo, negociadas dentro de este, en materia de investigación y del PCI de los otros, el estudioso siempre es de fuera y las normas con que se crea, se conserva, se reproduce o se modifica su patrimonio es un asunto de ellos, en primera instancia. Luego, quien lo investiga, se desempeña casi siempre con las normas de su mundo de vida y se desplaza con sus propias normas que son las de su grupo de origen; sin embargo, no son las del grupo estudiado.

En otro sentido, hay antropólogos que, anteponiendo el respeto y la tolerancia, de cuya práctica se piensan fieles seguidores, han apelado a un principio –también laico, como el kantiano– bastante atractivo: actuar siempre en aras de lograr para el otro el máximo de felicidad posible. Esta corriente, que se anuncia ya en Aristóteles (2014), aunque reflexionada y pensada por J. Bentham y J. Stuart Mill hace más de dos siglos, viró hacia lo que hoy identificamos como utilitarismo. El fundamento es tan simple como engañoso y riesgoso, al menos si de PCI hablamos. En efecto, la idea de que las buenas decisiones morales hacen feliz tanto al beneficiario como al emprendedor de ellas no resiste frente lo que la realidad ofrece.

El utilitarismo acusa la misma falla, suponer que lo que hace feliz a uno hace feliz a otro, o llevado a otro extremo, de lo que se trata es de incrementar la felicidad de los otros en un número cada vez mayor. El problema salta a la vista, imaginemos que estoy convencido de que los sonidos graves, cuando son rítmicos, repetitivos y graves, incrementan el ritmo cardiovascular y puede llevar a la mente a estados de éxtasis que son altamente placenteros, e incrementan por ello la felicidad; y supongamos que vivo en una unidad habitacional. Pues bien, para hacer felices a los demás yo coloco en súperbocinas, a más de 200 decibeles, música afroantillana con dyambeyes y tambores batá. Ocasiono desvelos, taquicardias y uno que otro infarto (lo que yo creo no ocurre en el mundo real). Un vecino convoca a asamblea de condóminos y propone que me peguen un tiro luego de proporcionarme un soporífero en agua de Jamaica. Muero por disparo mientras duermo. Cero dolores. Yo no logré mi objetivo de hacer felices a todos, y mi muerte, en medio del sueño, no me ha hecho feliz. A un cambio de perspectivas, según la forma de entender el bien y la felicidad de uno de los actores, los resultados bien pueden ser contrarios al propósito inicial.

Pues bien, ahora propongamos ejemplos relacionados con el PCI. Si como investigador encontrase que determinada danza es el eje de la identidad en una comunidad, y la comunidad –que por cierto es muy pobre– quiere deshacerse de esta porque es onerosa o porque está operándose un cambio hacia una religión a la que ofende la danza en cuestión, ¿debo luchar contra la religión que propugna la desaparición de la danza para preservar su identidad y para evitar más su empobrecimiento, aunque ello presuponga un enfrentamiento de la comunidad? O bien, ¿debo aprender la danza, enseñarla a bailarines que disfrutan de aprender y ejecutar nuevas danzas, y junto con ellos bailarla, aunque en ellos no haya más entusiasmo por ejecutarla al extremo de que se hubiese prohibido su ejecución? ¿Qué hacer? Ocurre que casi siempre el investigador, como asenté anteriormente, se guía con su propio sistema normativo y su umwelt; por eso, no es extraño que ante la falta de una reflexión ética alterna, se encuentre refugio en el derecho. Y si esto suele ocurrir así, ¿hay alguna diferencia entre una forma de proceder y otra?

2.5.        Derecho, public choice y ética a vuelo de pluma

El derecho es un conjunto de normas jurídicas encaminadas a lograr el bien común que tienen aplicabilidad para un territorio y una población determinadas; adicionalmente, estas normas poseen bilateralidad en tanto confieren derechos y obligaciones a las personas a quienes son dirigidas; heteronomía, porque las normas a las que el sujeto se ajusta siempre le son dadas desde fuera, por un cuerpo especializado; exterioridad, toda vez que lo que la norma enjuicia es la conducta externa; y coercibilidad porque el incumplimiento de la norma es causal de sanciones y puede ser exigida por un órgano facultado para ello –en materia de las características de las normas morales y las normas jurídicas (García, 2004). En lo que pareciera una paradoja, la ética, disciplina que estudia los comportamientos humanos en términos de la dualidad bien-mal, también busca la felicidad y el bien humanos pero por medios distintos a los del derecho: estudia la interioridad que antecede al acto, las motivaciones internas y su relación con la idea de bien o mal, y sabe que el comportamiento propio no es unible excepto por la conciencia propia; en términos éticos, las características de las normas jurídicas para enjuiciar el acto moral, están fuera de orden. Pero si derecho y ética buscan la felicidad y el bien, al actuar el antropólogo con el derecho en la mano ¿hace lo correcto o lo mejor? Y, en materia de PCI, ¿también hace lo mejor y lo correcto? Aunque parezca fácil la respuesta y se incline por un escasamente razonado “sí”, como veremos, la respuesta final es, casi siempre, un “no”.

En términos del ethos antropológico a que he hecho referencia, significaría que no es prerrequisito buscar a cada paso una justificación a la conducta propia, ni que se deba actuar según lo que pueda argumentarse conforme con las convicciones normativas del investigador, sino algo mucho menos desgastante y complicado: que no se llame a engaño acerca de lo que le sería dado esperar de los demás en caso de que los papeles de los sujetos fueran invertidos. Pero esto entraña dificultades y riesgos; voy a enunciar solo dos. En primer lugar, que no todos los seres humanos sintonizan la misma frecuencia axiológica ni ética; en segundo lugar, que, como ocurre muy frecuentemente, quienes deciden y cuyas decisiones afectan a la cultura, intercambian la ética (cuando existe), por el public choice. Literalmente este término se traduciría como “elección pública”, y aunque en politología remite a una teoría cuyo núcleo ancla en el individualismo metodológico, según el cual burócratas y políticos actúan decidiendo asuntos sociales luego de colocar en el horizonte proyectos individuales, la acepción que pretendemos aquí es un poco más coloquial si decimos que se trata de “la elección del mal menor” o de “hacer lo que beneficie a otros si me beneficia a mí”. Esto viene a tono con los tiempos, porque en materia de gestión del PCI, algunos procesos de patrimonialización heterogénea son calificadas como “buenas prácticas” por la Unesco, gracias a la teoría del public choice: si no lo hubiéramos hecho así, cualesquiera pudieron haberlo tomado por su cuenta y convertirlo en un espectáculo mercantilizable, con dividendos exclusivos para el empresario que lo tomase en sus manos. Voy a proseguir con esto último y luego regresaré a la primera dificultad y riesgo en el apartado “la incitación” (infra).

El intelectual, el político y el antropólogo, entre ellos son deudores de la sociedad en muchos sentidos, primero, porque son poseedores de un capital social generacionalmente acumulado, al cual llamamos cultura (académica) y otros llaman conocimiento; segundo, porque el arsenal de datos empíricos con el cual generan ideas lo extrae de esa realidad misma de la cual en ocasiones se sirve y a la cual debiera servir, en términos humanos. Como deudores y depositarios, ¿no sería deseable que en situación de decidir operasen moralmente bien y no al estilo public choice, o sea, optando “por el mal menor”? ¿No estaría mejor equipado contra las corruptelas –tanto inducidas por el sistema como autogeneradas–, los contubernios, y otras manchitas de tigre, si tuviese un instrumento para reflexionar, en términos axiológicos y éticos, en torno de sus ideas y de su praxis? ¿No ocurriría que, en posesión de un instrumental reflexivo, algunas decisiones tomadas desde el punto de vista político podrían realizarse ética, profesional y humanísticamente? Si estos y otros interrogantes similares en espíritu fuesen contestadas con un “sí”, ¿no pondría en evidencia la enorme necesidad de una formación ética y profesional? Porque, ¿qué nos hace suponer que el simple hecho de ser científicos sociales es garantía de que nuestra praxis sea todo lo moralmente deseable? Nada, salvo nuestra egolatría.

2.6.        Ética básica (en una semilla de arroz)

Voy a permitirme un paréntesis en cuyo interior quiero hacer evidente dos temas breves pero importantes, a guisa de ejemplo, en nuestro país las instituciones que realizan estudios con la historia que bulle en la mente de los otros hacen contacto con los informantes (testimoniantes), preparan el rapport, informan del proyecto, la tecnología a utilizar, la técnica de trabajo, el proceso que ha de seguir la organización, clasificación, resguardo, conservación y uso del material; negocian los espacios y los tiempos de dónde y cuándo se ha de generar el documento audiovisual o fonético. Refiero con este proceso a la forma de trabajo del Laboratorio Audiovisual de Investigación Social (2014) (LAIS por sus siglas) del Instituto Dr. José María Luis Mora (México). Invariablemente, hacia el final, solicitan la cesión de derechos del contenido del documento logrado; esto, para actuar con toda legalidad y legitimidad (consentimiento informado de por medio). Algo similar, como precondición mínima, debería ocurrir cuando un antropólogo realiza una entrevista u obtiene un testimonio, aunque podría pasar algo diferente.

Otro caso más, aunque en sentido diverso, cualquier antropólogo llega a una fiesta, boda, procesión, peregrinación o desplegamiento de habilidades en un oficio, y toma una fotografía, en el mejor de los casos con permiso (generalmente casi nadie lo solicita, sin importar lo que el espíritu del otro sufra como consecuencia de nuestro comportamiento, en una violación contra la intimidad de su persona y de su cultura). El antropólogo más tarde decide que la imagen es un excelente relevo o dialogante con un texto, y la incluye en un artículo, en un ensayo, en un libro o en un documental.

Si comparásemos ambos casos con aquel de quien llevaba oculta la grabadora en el morral –o el que dispara su cámara subrepticiamente–, parecería que hay un salto cualitativo éticamente hablando, pero detengámonos un poco a pensar, en el caso del dispositivo oculto –o la toma por sorpresa– hay un flagrante robo y una traición a la confianza y al momento de intimidad compartido; en los casos de los párrafos precedentes otro problema subyacente es el de la propiedad de la imagen y el uso de la memoria y, por ende de la historia oral y de la cultura. En efecto, si la imagen o la palabra es del otro y la técnica, la tecnología, la mirada y el sentido son del investigador, ¿de quién es el documento audiovisual y de quién el contenido? Si estuviésemos frente a una modelo o a una figura pública cualquiera (político o funcionario, por ejemplo), es muy claro que la permisión para capturar la imagen está mediada por un costo, casi siempre en dinero o ceder su imagen forma parte de su función, y aun así mantengo reservas sobre el caso.

Casi nunca nos detenemos a pensar en lo anterior en nuestro quehacer como antropólogos, como tampoco en lo que desencadenamos con nuestro contacto con los otros al usar nuestro lenguaje, generar expectativas, las implicaciones de una ruptura de confidencialidad, y otros temas más; tampoco pensamos en los vacíos que las normas jurídicas no han cubierto para reconocer la coautoría de imágenes, grabaciones, videograbaciones, etc. En síntesis, nuestro vacío ético es tan considerable como el vacío legal en materia de autoría sobre la memoria, las tradiciones y, si se nos apura, en materia de muchos ámbitos del PCI. Pero no todo es tan grave, aunque tampoco hay solución totalmente satisfactoria a la vista, por el momento.

Los antropólogos del Colegio de Etnólogos y Antropólogos (CEAS) en México, poseen un recurso que debería normar el comportamiento de todos los agremiados: su código de ética. Dicho corpus normativo establece los compromisos frente a los sujetos con los que se trabaja –la misma incorporación del concepto “sujeto” en el código de ética es preocupante, porque los antropólogos no tratamos en campo con “sujetos”, sino con personas individuales y personas colectivas (pueblos, grupos, cuasigrupos, comunidades)–:

1. Deberá comunicar a las personas, comunidades o pueblos con los que se investiga los fines y métodos del estudio y obtener su consentimiento previo, libre e informado, primero para realizar sus pesquisas, así como en lo relativo a la utilización de la información generada en el proceso de investigación.

2. El antropólogo deberá hacer todo lo posible para que la investigación y los reportes publicados de esta no causen daño a la seguridad, dignidad o privacidad de las personas estudiadas.

Sobre los resultados de la investigación

3. Es una obligación de los antropólogos devolver los resultados y productos de investigación a quienes y con quienes se estudia.

Sobre la veracidad de la información

4. Es importante que cada resultado consigne que la información presentada es original de quien la elaboró o está debidamente citada.

5. Si bien todo antropólogo tiene el derecho de investigar cualquier tema o lugar dentro de los parámetros de la ciencia antropológica, prevaleciendo el principio de consentimiento informado de los sujetos de estudio, es su obligación identificarse, señalando a qué institución, organización o empresa representa, quién financia la investigación, cuáles son los objetivos de las pesquisas y el uso que se dará a la información recopilada. En este marco, es importante que en la presentación de los resultados de investigación sea posible conocer el proceso de construcción científica de las interpretaciones antropológicas (Colegio de Etnólogos y Antropólogos Sociales, 2014).

El código de ética del CEAS A. C. es, sin duda, un buen instrumento para normar el comportamiento antropológico en investigación y, por ende, frente al PCI y a sus creadores/practicantes. Sin embargo, es insuficiente, primero porque obliga solo a los agremiados; segundo, el consentimiento informado debería ser una condición sine qua non en el quehacer del profesional de la sociedad y la cultura, pero no basta con informar a los otros lo que se ha de hacer, sino que deben comprender la envergadura y alcances de lo que queremos hacer y tener muy claro que cualquier elemento del sector del PCI documentado, organizado, clasificado, dispuesto en texto o puesto en acervos o archivos, no puede ser, en este proceso, propiedad del investigador, sino copropiedad de él y de las personas informantes (el bien aludido, en esta tesitura, permanece como debería permanecer, en calidad de patrimonio cultural de ellos). Esto implica algo más que el consentimiento informado y que un simple estadio de confianza mutua.

2.7.        La incitación

El PCI nunca requirió de agentes externos para mantener su vigencia, aunque con modificaciones introducidas por sus creadores de por medio, pero un buen día aparecieron los gestores externos, algunos coaligados o servidores de la iniciativa privada, otros servidores del gobierno. Todos ellos con propuestas hasta hace dos décadas desconocidas. Unos proponiendo incorporar las expresiones –ya patrimonializadas endogénicamente, como ha ocurrido siempre– en listados nacionales e internacionales para protegerlas; otros para llevarlas a un inventario que más preocupaba al estado que a los propios creadores-portadores-practicantes ajenos a los escaparates y a las pasarelas políticoculturales. El enlace de esos tres sustantivos no es caprichoso ni infundado. Considero como portador a cualquier persona que conoce y practica –o no– una expresión del PCI, además de que pudo ser creador; algunos investigadores y avecindados en una localidad pueden ser portadores, pero no practicantes ni creadores. Los practicantes son aquellos que, como el nombre lo dice, conocen y portan, pero pueden no ser descendientes directos de quienes crearon la expresión del PCI. Los creadores son aquellos individuos anónimos que propusieron a la comunidad un conocimiento, práctica, relato con sentido, etc., y con el paso del tiempo se convirtieron en personas anónimas, empero por sus lazos de afinidad y consanguinidad diseñados culturalmente, crearon diversas líneas de descendencia cuya ascendencia es reconocida por motu propio (autoadscripción). Cuando unimos los tres automáticamente pensamos en identidad y en una comunidad reconocida por expresiones culturales patrimonializadas y a quienes corresponde el derecho de decidir el destino de su PCI. Los más osados y con mayores y mejores alianzas para lograrlo, llegaron a proponer declaratorias como manera de reconocer externamente, de visualizar nacional e internacionalmente ese sector del PCI (se trataba en casi todos los casos de una patrimonialización exogénicamente diseñada, como ocurrió en el caso de las declaratorias de la Danza de los Parachicos y la Pirekwa, en México). La mayor parte de las veces se recurrió al consentimiento informado para conformar los expedientes para la obtención del reconocimiento: los creadores- portadores-practicantes consintieron, pero eso no evitó que, en casi todos los casos, la patrimonialización les generase problemas. La estrategia no era, al parecer, la adecuada. El consentimiento informado, per se, no era la solución.

Es claro que no todos los científicos sociales y humanistas sintonizamos la misma frecuencia axiológica ni ética, a lo que había que agregar, en el colmo de los desencuentros, que mientras unos hablan de argumentos válidos (legales, académicos y legitimantes), otros colegas hablan de personas: discurso justificatorio versus ethos. Ante ello, nuestro punto de partida es colocar el acento en una ética alterna que antepone la idea de que el trabajo etnográfico y el de gestión cultural se hace entre personas, cuya cultura que tiene raíces en el alma de los otros, como lo pensaba Calixta Guiteras (1965). Como segundo momento, nos proponemos anteponer el dinamismo sociocultural que nos obliga a flexibilizar nuestros propósitos indagatorios, la táctica y las estrategias, así como los objetivos y metas que pretendemos con la investigación: el dinamismo, hay que reiterarlo, es tanto en nuestra persona, proyecto y sociedad; y también en el grupo estudiado, en su cultura y en los asentimientos otorgados.

Afortunadamente, algunos investigadores y gestores ya han emprendido, aunque de manera individual, una reflexión al respecto: la observación participante no ha sido suficiente del todo, aunque ella pone al investigador un paso adelante en los estudios socioculturales frente a otros científicos sociales. Existen, sin embargo, en términos de personas, algunas tareas que no se han hecho de manera generalizada; citaré dos por ahora, solo a guisa de ejemplo, dar el derecho a la palabra y, como Voltaire, defender hasta la muerte el derecho que tiene a esta y a que se le tome en cuenta, aunque carezca el otro de la capacidad argumentativa nuestra y de las condiciones para hacernos tomar en cuenta; y reconocer que, aun en el saqueo que hacemos contra los otros, nunca hemos sido lo suficientemente honestos para reconocerles su coautoría en el testimonio. En el primer caso, es claro que las minorías hoy son escuchadas más que antes, pero, ¿su aspiración a ser escuchados debería ser al mismo tiempo el derecho de sus argumentos a ser tomados en cuenta? la respuesta es un sí parcial, y se ha hecho, pero mínimamente, por desgracia. En el segundo caso, es claro que se les escucha y se les toma en cuenta, en cuanto proveedores de materia prima, pero, en ese dar, ¿qué es lo que nosotros damos? Usar a los otros –después de haber sido intrusos en su vida y su cultura– anula prácticamente a los otros, ¿no es motivo para reflexionar sobre la moral?, ¿no es motivo para sentarnos, hacer un alto en el camino de las ontologías y las epistemologías y las gnoseologías y dialogar en términos axiológicos, o más modestamente, en términos éticos o más elementalmente, en términos humanos, es decir, sin objetos ni sujetos, sino con personas?

En efecto, decíamos, si un instrumento como el código de ética per se, no es la salida al dilema, y tampoco lo será cambiar nuestra noción de persona, ¿es posible algo más en el trabajo de investigación y el tratamiento del PCI? Al parecer, sí: abandonar el supuesto de que reputarse como campeón de la tolerancia y el respeto a la alteridad son la panacea al problema, porque eso nos coloca en una postura egotista; sacudirse el public choice y la idea de que la observación participante, el rapport y la empatía resuelven todo por sí mismos. La observación militante, que posibilita enormemente el consentimiento informado, deviene mucho mejor y es, en ocasiones, una consecuencia necesaria, aunque no basta tampoco. El antecedente inmediato de la propuesta que se emprende más adelante fue un “código ético mínimo”, con el que se guiaban los estudiantes de etnología y antropología en prácticas de campo y en la investigación para la documentación del PCI. Dicho código incorporaba normas tan elementales como el consentimiento informado: evitar la toma de imágenes y palabras subrepticiamente, así como el engaño o las “medias verdades” en torno de nuestras verdaderas intenciones indagatorias; lograr que cada información y cada documento obtenido tuviese un conjunto de referencias en torno de las personas, lugares, tiempos, temas, tecnología utilizada, anuencia para documentar y permisos para usos del contenido. Este código ético mínimo ha pasado a la historia y, aunque se recupera en buena medida, ha sido ya superado.

El documentador del PCI tiene un proyecto. Lo expone a los creadores-portadores- practicantes y obtiene el consentimiento informado. Todo parece marchar bien, pero no es así. Lo que ha ocurrido es que es el investigador quien tiene intereses, quien conoce los riesgos, que sabe los productos que pueden generar, de las metas por alcanzar; los otros, simplemente aceptan, dan su anuencia. Adicionalmente, aun en el supuesto caso de que en un siguiente momento el documentador se insertase en la comunidad mediante observación participante y un intenso rapport, las cosas no cambian, ambas partes pueden estar comprometidas, pero solo existe la voluntad y la reflexión de una de ellas. El otro, aparece así, minimizado, cosificado.

Existe, sin embargo, otra estrategia: la observación militante, que posibilita enormemente el consentimiento informado, deviene mucho mejor y es, en ocasiones, una consecuencia necesaria, pero aun en ese caso se podría recurrir, aunque resulte chocante, a una ética dialógica. El PCI del otro no ha sido ni creación nuestra ni somos practicantes, por ello, quienes deberían decidir su destino son quienes lo patrimonializaron endogénicamente antes de que nos diéramos cuenta, e incluso antes de que existiremos; pero nuestra necesidad ontológica nos lleva hacia el otro con nuestras propias ideas, teorías, conocimiento, políticas, etc., y los necesitamos, requerimos de su cultura porque con la investigación realizamos un ejercicio –al parecer sano– de salvaguardia al difundir para su conocimiento y ulterior respeto. Si mirásemos kantianamente el asunto nos entramparíamos en “más de lo mismo”; lo mismo nos ocurriría si optásemos por el public choice, pues proseguirían los procesos de patrimonialización e investigación dirigidos por la tesis del mal menor. En cambio, si entrásemos en un diálogo de ontologías, de axiologías y reflexiones mutuas entre nosotros –gestores y estudiosos– y los otros, si negociaremos constantemente las coautorías de las que hablamos en el proceso de producción de etnografías y los destinos de estas, así como de gestión del patrimonio y su sino, estaríamos más próximos a una vinculación menos inequitativa, menos asimétrica en cualquier ejercicio de salvaguardia.

Por último, hay una dimensión a considerar: la patrimonialización exogénica, aun con consentimiento informado dadas las relaciones asimétricas de poder (control de conocimiento, control de recursos) entre “los de fuera” y “los de dentro”, nos llevaría a una superposición de voluntades y una violación a la soberanía de los creadores-portadores-practicantes, ergo, ¿esa es la clase de respeto y tolerancia que queremos seguir practicando, y esa es la clase de ética con la que nos acercaremos al PCI de otros para su documentación? O, ¿estamos a tiempo de emprender ejercicios dialógicos con los creadores-portadores-practicantes para decidir lo que se debe hacer con su PCI y específicamente con los ejercicios de salvaguardia de su PCI? El Archivo de la Palabra ha dicho “no” a la primera pregunta, y apuesta con un “sí” para la segunda. Quizá no todo esté perdido aún, y estemos ante la posibilidad de hacer una antropología, y en particular, una documentación de PCI en situaciones menos asimétricas y, tal vez, más humanas.

Referencias

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García, E. (2004). Introducción al estudio del Derecho. Ciudad de México, Distrito Federal: Porrúa.

De Waal, F. (2017). El bonobo y los diez mandamientos, Ciudad de México: Tusquets. Guiteras, C. (1965). Los peligros del alma: visión del mundo de un Totzil. México: Fondo de

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Unesco. (2005). Convención sobre la protección de la diversidad de las expresiones cultura- les. Recuperado de http://www.unesco.org/new/es/culture/themes/cultural-diversity/cultural-expressions/the-convention/convention-text/

 

[1] Doctor en Antropología. Correo electrónico: topetelarah@yahoo.com