Esteban Gutiérrez Lopera[1]
Universidad Santo Tomás, Colombia
https://orcid.org/0000-0003-2259-2521
Lizeth Alvarado González[2]
Universidad Santo Tomás, Colombia
https://orcid.org/0000-0001-8976-1065
Fecha de recepción: 4 de septiembre de 2018 |Fecha de aceptación: 26 de noviembre de 2018
Para citar este artículo:
Gutiérrez Lopera, E. y Alvarado González, L. (2019). El caso CONPI y la crítica al movimiento indígena en Colombia: aportes para repensar las luchas políticas contemporáneas. Campos en Ciencias Sociales, 7(1), 77-101. DOI: https://doi.org/10.15332/25006681.4998
Resumen
Este artículo se propone explorar las dinámicas que caracterizan la movilización política de los sectores étnicos en Colombia, esgrimiendo el concepto de interetnicidad para modelar hacia una crítica de la forma en que se han desplegado históricamente las luchas por los derechos de dichos sectores. El problema del Estado será recurrente a lo largo de la reflexión, pues se harán consideraciones sobre la compleja relación que este, como figura más o menos válida para efectuar transformaciones concretas, ha sostenido con los pueblos étnicos del país, discutiendo además, de manera menos formal, sobre el esquema económico global que trastorna dicha relación. Finalmente, se ofrecerán pistas para repensar los marcos conceptuales que delimitan las formas de hacer política y de agenciar políticamente desde el contexto colombiano.
Palabras clave: Estado, identidad, interetnicidad, movimiento indígena, política.
Abstract
This article aims to explore the dynamics that characterize the political mobilization of the ethnic sectors in Colombia, using the concept of inter-ethnicity to shape a critique of the way in which the struggles for the rights of these sectors have historically unfolded. The problem of the State will be recurrent throughout the reflection, since considerations will be made about the complex relationship that the latter, as a more or less valid figure to carry out concrete transformations, has sustained with the ethnic peoples of the country and with their demands, also discussing, in a less formal way, about the global economic scheme that disrupts this relationship. Finally, clues will be offered to rethink the conceptual frameworks that determine the ways of doing politics and to participate politically from the Colombian context.
Keywords: State, identity, inter-ethnicity, indigenous movement, politics.
Introducción
El presente artículo se comprende como el resultado de un proyecto de investigación cuyo objetivo inicial es explorar y analizar los procesos discursivos, conceptuales y metodológicos que surgen alrededor de la figura de los territorios interétnicos en el marco de la transición de las dimensiones del conflicto bélico que atraviesa Colombia con el avance del Acuerdo de Paz. La cuestión de la interetnicidad, cuyo abordaje inicial estribaba en el estudio de las prácticas cotidianas que se gestan en el territorio, cobra una nueva ruta de proyección más amplia, que insta a los investigadores a considerar nuevos escenarios de análisis además del territorio, en aras de ofrecer reflexiones y discusiones más “completas” al respecto de lo que la interetnicidad implica en el contexto nacional. Rápidamente, la Coordinación Nacional de Pueblos, Organizaciones y Líderes Indígenas[3] –en adelante CONPI– deviene como unidad de análisis, abarcando, además del escenario que conjuga interetnicidad y territorio, otros marcos de análisis, entre los cuales es conveniente destacar los siguientes: interetnicidad y organización, interetnicidad y movilización, interetnicidad y representación, y interetnicidad y política.
Metodología
La ejecución metodológica del proceso investigativo se nutre de la observación participante como una de las principales herramientas ofrecidas por la metodología etnográfica de investigación. Durante el primer semestre del año 2017 y buena parte del segundo, estudiantes y docentes de la Facultad de Comunicación Social de la Universidad Santo Tomás sostuvieron encuentros periódicos con algunos miembros representantes de la CONPI, donde se les permitió formar parte activa de las dinámicas de planeación y ejecución de iniciativas de la organización, además de la posibilidad de proponer nuevas rutas de trabajo que conciliasen tanto los intereses investigativos de los estudiantes y docentes, como los intereses de este sector de la movilización étnica representado en la CONPI. En el marco de estos encuentros de periodicidad semanal, se inicia un proceso de diálogo simbiótico, cuyos actores involucrados se reconocen como interlocutores mutuos, escenario que constituye el canon etnográfico del encuentro con el otro en su lugar de enunciación. Sin embargo, para efectos de aclaración sobre el marco metodológico, conviene identificar que el lugar de enunciación de los miembros de la CONPI, en tanto que representantes de los intereses de las comunidades indígenas, no resulta ser estrictamente el mismo lugar de enunciación que asume el sujeto que es indígena pero no ha sido delegado para representar los intereses de la comunidad étnica a la que pertenece. Y este elemento interesa en demasía en lo que respecta a las reconsideraciones de las que ha sido objeto el concepto de interetnicidad a juicio de los investigadores. El indígena que asume la representación política de sus coetáneos culturales, asume también un nuevo lugar de enunciación que es –y así se ha reconocido en conversaciones con miembros de la CONPI, la CONAFRO[4] y la ANZORC[5]– drásticamente distinto al lugar de enunciación del indígena que se encuentra directamente inmerso en el territorio, coexistiendo permanentemente con las problemáticas, cuyas alternativas de reparo se debaten y deciden en instancias que les son, cuando menos, impropias[6]. De un lado, tenemos el escenario de la interetnicidad que se construye como identidad étnica y, por el otro, el escenario de la representación política de dicha identidad, donde la interetnicidad está en condiciones de esgrimirse como identidad política.
Entonces, resulta importante entender que el ejercicio metodológico de la etnografía no opera, en el caso de la investigación en cuestión, sobre la base del estudio de una comunidad étnica concreta, sino sobre un sector que ha sido llamado y delegado para representar los intereses políticos de dicha comunidad. El concepto de la interetnicidad que asume el proyecto no se agota en el análisis de la interetnicidad a nivel territorial, sino, en consideración del tipo de unidad de análisis –que no es una comunidad territorial sino una organización de autoridad y representación política–, se extiende hacia el análisis de las relaciones interétnicas al interior de las organizaciones cuya actividad propende ser fundamentalmente política. Y las especificidades continúan, pues organizaciones que se constituyen en torno a la defensa de los intereses de los pueblos étnicos, las hay en abundancia, sin embargo, la CONPI encarna un sector muy particular al interior del movimiento indígena, pues su aparición –junto con la de organizaciones como CONAFRO– da cuenta de la crisis de la representación política que están sufriendo los movimientos étnicos en general, además de la fragmentación ideológica de la movilización per se. La CONPI es una organización cuyos integrantes se reconocen, en el diálogo informal, como disidentes de otro sector del movimiento indígena al cual señalan como de oficialista, encarnado principalmente por la Organización Nacional Indígena de Colombia (ONIC) y el Consejo Regional Indígena del Cauca (CRIC).
Desarrollo
La importancia que cobra el contexto histórico en el cual se desarrolla tanto la reflexión como el proceso respecto del cual se reflexiona, exige que se enuncie dicho contexto, en virtud de situar el proyecto de investigación en las coordenadas sociales e históricas que lo hacen posible, a saber: con la firma del Acuerdo de Paz entre el Gobierno de Juan Manuel Santos y las que anteriormente fueran llamadas Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC-EP), y el reto político y social que constituye la implementación de lo acordado, la sociedad civil colombiana atraviesa un proceso de transformación del sentido de sus esferas públicas y privadas. Este marco histórico, donde el conjunto de la sociedad colombiana ha sido llamada a interpelarse con los valores engendrados a lo largo de poco más de medio siglo de guerra, es especialmente sensible e interesante para las organizaciones que hacen parte de los movimientos étnicos a nivel nacional, pues constituye la oportunidad más clara en mucho tiempo para ser tenidos en cuenta en el reclamo de sus derechos a nivel institucional. En últimas, es un escenario ideal para que los sectores que representan a las comunidades de base se posicionen como interlocutores del proceso de transición.
La gestión que han adelantado los miembros de la CONPI, en asociación con otras organizaciones provenientes de sectores campesinos, afrocolombianos e indígenas, ha consistido en la producción de un conjunto de propuestas y demandas al respecto de lo que comúnmente insisten en llamar el capítulo étnico del Acuerdo de Paz. Propuestas que van encaminadas hacia la consolidación de garantías en un marco legislativo que ampare a las comunidades de estos sectores, procurando que no se vean afectadas –particularmente afectadas, como se ha documentado en la historia de la guerra– por los intereses de poderes a los cuales ni ellos, ni la sociedad civil, han elegido. Dichas propuestas han sido recogidas, redactadas y publicadas para ser difundidas en formato de cartilla, pieza de lectura que lleva por nombre Propuestas Interétnicas de Diálogos de Paz –producto discursivo muy diciente al respecto de las relaciones interétnicas en la actividad política–.
Sobre la marcha de la transición nacional de la que somos objeto los colombianos, el valor de estudiar las relaciones interétnicas en los movimientos étnicos de un país que se quiere definir como pluriétnico y multicultural, está en contribuir a la búsqueda de nuevos marcos de referencia para hacer política en Colombia. En ese sentido, el proyecto de investigación, y la presente pieza escrita, se ofrecen como parte de un ejercicio reflexivo para repensar los axiomas que orientan el ejercicio de la esfera política nacional y el papel de las organizaciones étnicas frente a la figura del Estado colombiano, que se encuentra en una permanente lucha por ponerse al corriente con el proyecto de la modernidad[7]. Aquí, la interetnicidad aparece como parte de la propuesta de los autores y, en ese sentido, nos hallamos en la búsqueda de nuevos relatos que nos permitan pensar la política como la actividad a través de la cual creamos nuestras condiciones materiales e ideológicas de existencia y posibilidad. Para efectos más prácticos, el propósito del texto es proponer un concepto de política que se acomode a la trama de circunstancias que caracterizan la relación entre los movimientos étnicos, las comunidades territoriales de base y el Estado colombiano, lo que nos lleva a estudiar a la CONPI como el resultado de dicha trama.
La crisis de representación en el movimiento indígena de Colombia
La CONPI, como se mencionó anteriormente, se reconoce como una organización étnica disidente del movimiento indígena y en discrepancia política de organizaciones a quienes ellos mismos identifican como “oficialistas”, a saber, la ONIC y el CRIC. Tal y como expresan sus miembros, la CONPI nace en respuesta a la conjunción de un cúmulo de demandas desatendidas y necesidades insatisfechas –producto de un problema de representación en el movimiento– que llevaron a ciertos sectores a emprender un proyecto conjunto que se apropiara de la tramitación de sus intereses. Dentro de las principales denuncias que hace la CONPI a la postura oficialista, se señala el hecho de que numerosos sectores dirigentes se encuentran distanciados de los verdaderos problemas que enfrentan las comunidades en los territorios, ya que no solo viven en las ciudades, sino que generalmente terminan ocupándose de las mismas discusiones, postergando encuentros y aplazando la toma de decisiones concretas. Como lo expresan miembros de la CONPI: “uno de los cuestionamientos que le tenemos a la ONIC es que ellos no van a los territorios, que no se está haciendo gestión, que hay una dirigencia amañada” (J. Pascué, comunicación personal, 18 de julio de 2017). Igualmente, critican que algunos de estos líderes son muy cercanos a la administración local o, incluso, que han sido asidos por el Estado y, por consecuencia, las discusiones en las que deberían estar directamente interpeladas las poblaciones de base, pues son las principales interesadas y afectadas, se están dando exclusivamente entre líderes y administraciones de orden local o nacional. En esa medida se pone en evidencia que, desde la perspectiva de la CONPI, los dirigentes de las organizaciones nacionales se han contagiado de los mismos vicios que caracterizan a los líderes políticos tradicionales del país. De hecho, en sus propias palabras, el problema no se lo adjudican a las organizaciones como tal, sino a los dirigentes que ostentan el poder otorgado décadas atrás por las comunidades.
El problema no es de la base, el problema es de quienes realmente están al frente y liderando esos espacios. Y, con el caso del CRIC, por ejemplo, hemos cometido errores de darles la potestad de ser autoridad, por eso el CRIC no consulta a los cabildos, sino que la dirigencia del CRIC toma las determinaciones, porque ya tienen una resolución dada por las 122 autoridades donde se le proclama como una autoridad, y, en tanto que autoridad, interlocuta al mismo nivel con el Gobierno departamental o nacional. Lo mismo pasa con la ONIC, porque la ONIC también es autoridad tradicional, entonces ya no hay necesidad de consultarle a la base, sino que simplemente la Consejería General toma determinaciones directamente con el establecimiento (J. Pascué, comunicación personal, 2017).
Otro desacuerdo está en una de las afirmaciones que más han defendido las organizaciones étnicas oficialistas: arrogarse una posición de neutralidad e imparcialidad frente a los actores legales e ilegales del conflicto armado. Por su parte, los miembros de la CONPI han manifestado, durante las conversaciones con los investigadores, que se consideran incapaces de ser neutrales frente al conflicto armado, argumentando que son sus territorios los que se han disputado y sus gentes a quienes se ha victimizado. De igual forma, existe una tensión interna por el poder de las organizaciones del movimiento indígena que desestabiliza la credibilidad y el sentido de unidad puertas adentro. Al respecto, en conversaciones con miembros de la CONPI, durante la fase etnográfica, se comentaba el malestar que existía entre las comunidades frente a la propuesta de hacer del CRIC una organización de carácter nacional, propuesta realizada por los mismos integrantes del Consejo.
[…] el CRIC, en esta última asamblea, determinó: […] “es necesario que el CRIC se convierta en una organización de carácter nacional”. Eso implica desconocer a la ONIC, porque se supone que estamos al interior de la ONIC. Entonces ellos dicen que nosotros estamos dividiendo. [...] Y entonces uno dice: “bueno, el CRIC se conforma como una organización nacional ¿y eso resuelve el problema de los indígenas?” No lo resuelve. Esa es una cuestión, y el CRIC lo está planteando a nivel general. En la asamblea quedó de mandato–es mandato, no es una cosa, no es una propuesta, quedó de mandato– que se debe convertir en una organización de carácter nacional (J. Pascué, comunicación personal, 18 de julio de 2017).
A pesar de lo anterior, si bien al inicio del accionar de la CONPI las organizaciones nacionales que tenían diálogo directo con el Estado colombiano no daban crédito a las propuestas de estas asociaciones divergentes, luego de la firma del Acuerdo de Paz entre el Gobierno y las FARC-EP, las relaciones y las dinámicas dieron un cambio drástico en ese sentido. Con el establecimiento de la Instancia de Alto Nivel de Pueblos Étnicos[8], la CONPI y la CONAFRO lograron posicionar delegados que intervienen y participan en igualdad de condiciones que la ONIC, el CRIC y el PCN. Ahora, aquí es fundamental mencionar que tanto la CONPI como la CONAFRO son dos de las diversas plataformas del Movimiento Político y Social Marcha Patriótica (MAPA), conformado en julio del 2010. Este movimiento, que se presume a sí mismo de izquierdas al interior del espectro político, ha procurado defender las luchas populares, buscando una transformación estructural de las causas de la desigualdad en Colombia. Marcha Patriótica cuenta con el apoyo, al menos ideológico, de lo que durante más de medio siglo fuera la insurgencia de las FARC-EP, hoy partido político constituido legalmente como Fuerza Alternativa Revolucionaria del Común (FARC). Tanto así que el posicionamiento de delegados de la CONPI y la CONAFRO en las instancias de consejería de la CSIVI[9] se debe a la presión que los delegados en La Habana de las FARC ejercieron durante las negociaciones con el fin de tener organizaciones sociales y étnicas dentro del monitoreo a la implementación del Acuerdo.
En suma, el caso CONPI es la materialización de una crisis de representación que actualmente sufre el movimiento indígena a nivel nacional y que fragmenta las voluntades de lucha y transformación de las condiciones de desigualdad que han aquejado históricamente a las comunidades étnicas. La tarea de los investigadores estuvo orientada por un conjunto de cuestionamientos que pretendían rastrear el lugar en el escenario ideológico y político que ocupan tanto la CONPI como otras organizaciones relacionadas. Para dar respuesta a esta cuestión y ubicar a la organización en situación, no podemos dejar de pensar en la CONPI como parte de una voluntad más general reconocida en el proyecto indígena, pues la primera característica resulta ser un común denominador de crisis de legitimidad, latente en las circunstancias en que se enuncian las demandas que tiene el movimiento indígena frente al Estado, lo que nos revela bastante sobre las relaciones entre las estructuras involucradas.
Por un lado, el Estado colombiano afronta la crisis de legitimidad de las instituciones que encarnan sus tres poderes: el legislativo, el judicial y el ejecutivo. Empero, esta situación, en la que la sociedad civil colombiana no se reconoce en las instituciones estatales que velan –o deberían velar– por su bienestar, no es un asunto coyuntural, ni responde necesariamente a unas condiciones extraordinarias del funcionamiento corriente de la nación. La desconfianza es un valor dominante en las directrices culturales de Colombia; es el reflejo de que el ciudadano histórico no ve ni reconoce que su voluntad particular esté representada en los poderes modernos del Estado con el que ha firmado el contrato social, y esta trama, donde el orden de legalidad, determinado por la estructura estatal, no termina de encajar en el orden de legitimidad que se construye en la base de la sociedad civil, no es una trama fortuita, sino histórica y ordinaria a lo largo de los acontecimientos que modelan en la novela colombiana[10].
Por otro lado, tenemos que en los movimientos étnicos de corte político en general, y en el movimiento indígena en particular, también se las están viendo con una suerte de crisis de legitimidad cuyo peso recae sobre la labor de los líderes, dirigentes y organizaciones que tradicionalmente han abanderado la defensa de las comunidades y sus territorios. Luego de casi medio siglo de haberse consolidado el movimiento indígena, con la creación del CRIC bajo las premisas de unidad, tierra y cultura, el reconocimiento de la región del Cauca como uno de los referentes más importantes de la lucha de las comunidades indígenas, y la creciente voluntad de resistencia, inspirada por el CRIC[11], por parte de otros sectores que se reconocen como oprimidos y explotados, es posible empezar a rastrear, señalar y nombrar características en el desenvolvimiento de la labor de las organizaciones indígenas –y de otros modelos de representación étnica– que son francamente reveladores sobre la tremenda dificultad que implica librarse de la influencia de los estándares culturales para hacer política en el país. Estas consideraciones se sustentan en el hecho de que gran parte de las organizaciones que figuran como actores del movimiento han iniciado un proceso de adopción de los vicios más comunes que caracterizan a las estructuras políticas tradicionales de Occidente –que también son las estructuras tradicionales del país– (corrupción, burocratización, clientelismo, oportunismo, abuso de potestades, privilegio y conflicto de intereses), y lo han hecho de forma sistemática. Este proceso de occidentalización de las relaciones políticas de las comunidades étnicas –enuncia la voz ideológica de la CONPI– ha lastimado gravemente la consciencia moral del movimiento, fracturando la voluntad común y los valores originarios con la que surge inicialmente el movimiento, además de fortalecer la desconfianza hacia la cúpula representativa por parte de los actores en territorio, a quienes, como ya hemos reconocido previamente, las problemáticas y conflictos les flagelan de forma directa.
Este escenario de descontento constituye las condiciones de emergencia de organizaciones como la CONPI, conformadas por sectores concretos del movimiento indígena, para quienes el deterioro de la calidad representativa de las figuras más emblemáticas en el movimiento no pasó desapercibido. La línea discursiva de la CONPI se deja reconocer desde la primera pantalla contenida en su página web (http://www.conpicolombia.org). En la respuesta a la pregunta provocadora “¿Quiénes somos?”, la CONPI expone su matriz ideológica así:
[...] afrontamos el detrimento de la legitimidad de algunos dirigentes y el desvío de los principios de las organizaciones indígenas, los constantes señalamientos a comuneros, la corrupción y la cooptación de algunos dirigentes por parte del Gobierno nacional. […] Es importante redireccionar la posición ideológica y política de las organizaciones indígenas. Consideramos que el movimiento indígena debe construirse bajo los principios de unidad, tierra, autonomía y cultura para avanzar en la construcción colectiva para el buen vivir (CONPI, s. f., párr. 2).
La existencia de organizaciones como la CONPI permite construir un mapa de las relaciones políticas al interior del movimiento indígena, donde el CRIC se ha convertido en una estructura cristalizada que reproduce discursos oficialistas, y los discursos que disienten de ese oficialismo están encarnados en los representantes de otros sectores que no son de “línea CRIC”. ¿Cómo aparece el membrete político de la línea CRIC? Lo hace con un relato ofrecido por Julio César Pascué Ulcué, indígena nasa (etnia paez), vocero de la CONPI e interlocutor por parte de las comunidades indígenas en los Diálogos de Paz en La Habana, al respecto del panorama que afrontan los cabildos indígenas en Caldono, Cauca, y la desintegración gradual que sufren las relaciones armónicas en la política del movimiento:
Le pongo el caso de Caldono, allá son seis cabildos, pero andan tres y tres; tres que le apuestan al tema de la paz y le apuestan a trabajos colectivos que cuestiona cómo se han desarrollado las dirigencias políticas en el CRIC y otros que son línea CRIC, es decir, ahí no hay forma de unificar en una asociación de cabildos que logre manejar la totalidad de recursos. Creo que llegan como a seis mil millones, y, por ejemplo, el cabildo mío, que maneja mil setecientos millones, no va a una asociación a pedir que le administren esa plata cuando ya hay desconfianzas. Eso tiene que ver con resolver problemas internos, modificar dirigencias políticas, actualizar planes de vida, volver a ganar confianzas y, mientras eso pasa, va a pasar mucho tiempo. Entonces ese tipo de dinámicas hay que empezarlas a resolver, a dialogar y, mientras se va avanzando, también es necesario empezar a cualificar una nueva dirigencia, que no va a ser uno ni el otro, pero es necesario empezar a mirar hacia atrás, a mirar hacia ese pasado para ver qué de eso o qué dirigentes de esos es necesario empezar a formar para que empiece a ver cómo logra aglutinar, convocar o generar una política diferente que unifique los seis cabildos, y ese es un gran reto en Caldono (J. Pascué, comunicación personal).
La línea CRIC, en diálogo con el mismo Julio Pascué y algunos miembros de la CONAFRO y la ANZORC, fue definida como la corriente ideológica al interior del movimiento indígena “que no cuestiona nada de lo que se está haciendo y que todo le parece que está bien” (J. Pascué, comunicación personal). Allende la corriente ideológica representada por el CRIC, los miembros de la CONPI expresan que el aspecto que les separa de ese marco ideológico oficial es que “todo lo que se construye en políticas de allá –del CRIC–, nosotros –la CONPI– lo disentimos, es decir, nosotros no tragamos entero” (J. Pascué, comunicación personal).
En el contexto del siglo XX, el CRIC surge para aglutinar las voluntades, hasta ahora inconvenientemente desarticuladas, de reivindicación territorial de las comunidades indígenas y campesinas. Ya desde ese entonces era evidente que los conflictos que fragmentaban el tejido social de la población civil eran conflictos engendrados en torno a la tierra, su tenencia, sus usos y desusos. Y los reclamos estaban orientados a extender un marco de posibilidad para recrear la autonomía y autodeterminación de las comunidades en el territorio nacional. Este tipo de reclamos, orientados hacia la autodeterminación de los pueblos étnicos, son esencialmente sugestivos para pensar la identidad política del movimiento indígena y las relaciones entre este último y el Estado colombiano, que no había sido capaz –y esta tampoco es una problemática coyuntural, sino histórica y vigente– de integrar la totalidad del territorio nacional en el amparo de su institucionalidad, pues allí, donde no tenía presencia el Estado, rápidamente brotaban expresiones de violencia (paramilitarismo, autodefensas, subversión armada) ante la falta de un orden institucional autoevidente que se arrogase los monopolios de la fuerza, la justicia y la tributación.
Es muy común, en los esfuerzos que se han hecho por documentar el surgimiento del movimiento indígena y develar su vena ideológica, encontrar expresiones como las ya conocidas: autonomía y autodeterminación, junto a otras como institucionalidad indígena y poder propio. El Centro de Memoria Histórica publica en el año 2012 un compendio de textos bajo el título Nuestra vida ha sido nuestra lucha, con el subtítulo Resistencia y memoria en el Cauca indígena. Como parte del contenido de dicho texto, Pablo Tattay (2012), a propósito del recorrido que ha tenido el proyecto indígena desde la creación del CRIC y hasta la segunda década del siglo XXI, explica:
No se ha renunciado, en estos cuarenta años a tener en cuenta las normas del Estado ni a exigir el cumplimiento de las obligaciones que este tiene para con la población. Sin embargo, el acento se ha puesto en ir fortaleciendo las estructuras tradicionales con que cuentan los pueblos indígenas y en poder ofrecer una resistencia al sistema de dominación que nos rige (p. 52).
A renglón seguido, puntualiza:
Se trata de la progresiva construcción de un poder propio que busca no solo integrarse en igualdad de condiciones al Estado existente, sino ir poniendo las bases, junto con los demás sectores sociales, de un nuevo país y un nuevo Estado, sin exclusivismos, con la participación de todos (p. 53).
Por otra parte, en la dinámica de ubicar a la CONPI en el lugar que ocupa en el tablero de la actividad política del movimiento indígena, incumbe revisar, grosso modo y extrayendo lo sustancial, el conjunto de propuestas que se contienen en la ya mencionada cartilla, Propuestas interétnicas de Diálogos de Paz, producida por la CONPI y las demandas con las que se funda el movimiento indígena. E interesa, entre otras razones, para responder al estudio analógico entre los presupuestos ideológicos con los que se crea el CRIC en 1971 y las redirecciones que promueven los voceros de la CONPI en la actualidad. En la cartilla que contiene las propuestas del sector del movimiento que representa la CONPI, propuestas que se tramitan ya no en el marco de vigencia del conflicto armado sino en la finalización política del mismo, la voz de la CONPI demanda:
En la interpretación e implementación del Acuerdo Final para la Terminación del Conflicto y la Construcción de una Paz Estable y Duradera en Colombia, con enfoque étnico se tendrá en cuenta entre otros los siguientes principios a la libre determinación, la autonomía y el gobierno propio […] (CONPI et al., 2017, p. 6).
Repensar las agendas políticas del movimiento indígena
Tenemos aquí un aspecto sobre el cual concierne ahondar, aspecto en el que ambos sectores, a pesar de devenir políticamente discrepantes, parecen coincidir. Se trata de la demanda por la autonomía de la que han de ser objeto las comunidades indígenas y sus autoridades, propendiendo, por un lado, por constituir un “poder propio” que tome distancia frente a las relaciones del poder tradicional y los controles ejecutivos, legislativos y judiciales que pueda ejercer el Estado en las dinámicas de gubernamentalidad indígena, a propósito de su derecho de autodeterminación y autonomía, y paralelamente, por el otro lado, apelando a la responsabilidad que tiene el Estado de brindar la protección institucional adecuada a las comunidades en sus territorios, apoyar el crecimiento y mantenimiento de la institucionalidad indígena; en síntesis, que el Estado fomente y fortalezca la construcción de un orden institucional distinto, paralelo e igualmente capaz a él mismo. Y aquí hay que tener mucho tacto para pensar en las repercusiones y posibilidades reales del escenario que se nos plantea, pues las exigencias –sospechan los investigadores– están encaminadas a contraponer a un Estado vigente y de labor reprochable, con una voluntad política que entiende que su proyecto institucional “sin exclusivismos y con la participación de todos”, no es replicable en ese Estado, razón por la cual conviene crear un marco institucional distinto y en igualdad de potestades que sí haga posible las demandas de autonomía de las comunidades étnicas.
Pensar la interetnicidad en este escenario, aunque no riña con el propósito de fortalecer la institucionalidad indígena, sí implica, cuando menos, sospechar de que dicha institucionalidad se asuma “en igualdad de condiciones al Estado existente”, habida cuenta de que la interetnicidad supone tomar identidades culturales distintas y conciliar sus intereses políticos, no confrontarlos. La idea de que sobre identidades culturales distintas es posible levantar identidades políticas coincidentes es, precisamente, lo que aporta la interetnicidad al análisis, razón por la cual es susceptible de cuestionarse el argumento según el cual la autonomía de los pueblos indígenas solo es replicable bajo el amparo de una estructura institucional indígena culturalmente distinta a la figura del Estado, precisamente porque las identidades étnicas y las nacionales no tienen por qué ser contradictorias a la hora de afrontar problemáticas políticamente comunes, y al igual que los pueblos étnicos pueden velar por los intereses de aquellos a quienes reconocen como sus “hermanos menores”, lo mismo puede ser, a condición de la interetnicidad, en el sentido contrario –pues la equivalencia interétnica es política, no cultural–, ya no abogando por la creación de un nuevo aparato que, sin ser el Estado, goza de potestades estatales –asumiendo de forma arrebatada que los propósitos políticos de las comunidades étnicas y de los sectores no étnicos de la sociedad civil son irreconciliables para el Estado–, sino transformando nuestros marcos de referencia políticos al interior del Estado per se. Y es que si un proyecto político requiere, para materializar sus reclamos de autodeterminación, romper relaciones con el esquema estatal y levantar una figura “distinta pero en igualdad de condiciones al Estado”, ese es un proyecto que no acepta la proposición interétnica de equivaler –política, y no culturalmente– el reclamo de sus derechos con los reclamos de otros sectores oprimidos de la sociedad.
Dicho lo anterior, lo que sigue es señalar que en medio de la coyuntura nacional, donde todos los sectores progresistas y de izquierda se encuentran aportando a los esfuerzos por proteger la implementación de lo acordado en La Habana, “un gobierno de transición” es el nombre que comúnmente recibe el repertorio de demandas que le hacen dichos sectores al Estado colombiano. Sin embargo, este gobierno de transición solo puede levantarse y sostenerse sobre la base de un cambio en el sentido común del conjunto de la sociedad civil, y dicho sentido común solo se transforma en la medida en la que estos sectores progresistas, y el movimiento indígena como parte de dichos sectores, reconocen que la autonomía de sus pueblos solo es posible en la medida en que se recogen los propósitos y expectativas de la totalidad de la población civil que comparte ese sentido común –dejando a un lado el principio de cohesión étnica y poniendo de manifiesto un principio de cohesión política– y se le reconcilia en una relación directa con el poder de un mismo Estado. Sin embargo, la separación del discurso del movimiento –que es, quiérase o no, un reflejo de la fragmentación que ha sufrido el discurso de la izquierda latinoamericana–, entre un sector que considera que todo aquel que llega al poder estatal lo ha hecho a costa de traicionar una causa primordial y su mirada hacia el Estado es de sistemática desconfianza, en virtud de lo cual refugia su actividad en los movimientos sociales –aquí podríamos ubicar a la CONPI y a la CONAFRO– y otro sector que reconoce la importancia de entrar a disputar el sentido de la institucionalidad en la esfera estatal, y es en el Estado donde ve reconocida su labor, pero que es incapaz de recoger en sus alegatos la voluntad de quienes se oponen a concebir al Estado como vehículo válido para la realización de sus derechos –donde podríamos ubicar a organizaciones como la ONIC, el PCN y el CRIC–, es una separación del discurso que empieza a ser cada vez más obsoleto a la hora de generar transformaciones políticas concretas[12]. Y esto es particularmente peligroso cuando de la transformación política que estamos hablando es de la construcción de un blindaje político que permita que la implementación de los acuerdos se concluya con éxito.
Parte de la mirada reflexiva que pretenden sostener los autores está en interpretar la situación que atraviesa el movimiento étnico y sus demandas de autonomía, desde el lugar de la sospecha. Lo cierto es que la voluntad que tiene el movimiento indígena, desde su aparición, por emanciparse del orden que proporciona el Estado, no sin su propia complicidad –la del Estado–, delata una posición que no es del todo estratégica, además de resultar potencialmente contraproducente, aunque nos pese, pues amenaza la supervivencia de los miembros de las comunidades indígenas que sufren las consecuencias de la desinstitucionalización estatal allí, en el territorio–basta pensar en las desafortunadas cifras relativas al asesinato sistemático de líderes sociales en las regiones menos institucionalizadas del país, que a la fecha, y desde la firma del Acuerdo de Paz en 2016, supera los 300–, y no tanto la de los sectores que forman parte de su cúpula organizativa y cuyos domicilios se registran regularmente en las ciudades más centralizadas del país y con la mayor presencia del Estado. La historia del país nos ha demostrado que la ausencia del Estado es el caldo de cultivo perfecto para la emergencia de todo tipo de conflictos violentos en el territorio, y que, en últimas, los más afectados por este desamparo institucional serán las comunidades de base.
¿Cuál es el resultado histórico de la ausencia del Estado? Podríamos enunciar solo algunos ejemplos para responder, como el caso de la población indígena wayúu, ubicada en la árida península de la Guajira y dividida demográficamente por la frontera entre el territorio colombiano y el venezolano. La comunidad wayúu que se ubica del lado colombiano ha tenido que lidiar históricamente con la muerte de sus niños, la escasez del recurso del agua y la falta de alimentos para la población, situaciones que caracterizan la insuficiencia del modelo económico desplegado en la Guajira, a lo cual se le podría sumar el bochornoso episodio que es la masacre de Bahía Portete del año 2004, perpetrada por el bloque paramilitar comandado por Jorge 40, donde fueron asesinados alrededor de 30 indígenas, mujeres y niños entre ellos –flagelo especialmente trágico para el código cultural wayúu–, además del desplazamiento forzado de más de 500 indígenas, quienes buscaron refugio más allá de la frontera, en el país vecino, Venezuela. Todo ello entra a formar parte de la deuda histórica que tiene el Estado colombiano con la Guajira y sus comunidades territoriales. El caso de la región del Naya, ubicada sobre la costa del Pacífico en el Valle del Cauca. La población de la cuenca del río Naya se reparte entre el Bajo, el Medio y el Alto Naya, un territorio en condiciones de multiculturalidad, donde habita población indígena nasa (etnia paez), población afrocolombiana/campesina, población blanca- mestiza/campesina, población afrocolombiana ribereña y población indígena eperara siapidara. El abandono de la institucionalidad del Estado sobre esta apartada región del Pacífico la ha convertido en una zona de alta influencia guerrillera, donde las FARC constituían la figura más clara a la cual las comunidades del Naya pudiesen aspirar a reconocer como autoridad en el territorio. Por otro lado, a falta de un mejor modelo económico que sustente la vida y supervivencia de las comunidades, la mayor parte de la economía de los nayeros está basada en el cultivo de hoja de coca, circunstancia que, teniendo en cuenta el marco de las normas jurídicas del Estado colombiano, amenaza el modelo de vida que se vieron obligados a adoptar gran parte de los pobladores del Naya. Por si fuese poco, el Naya también cuenta con una masacre paramilitar en las páginas de su historia, la masacre del Alto Naya, acontecida en la Semana Santa del año 2001 –y es que después de más de medio siglo de guerra es difícil hallar un territorio del país que esté exento de masacre–. Alrededor de 500 paramilitares pertenecientes al Bloque Calima de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), comandado por H. H., incursionaron en el territorio del Alto Naya, asesinando uno a uno a sus habitantes, argumentando, como acostumbraban a hacer, nexos con grupos guerrilleros. Lo cierto es que, cuando de buscar ejemplos se trata, el paramilitarismo conviene ser, de hecho, uno de los casos que mejor ejemplifica las consecuencias del desamparo estatal; el paramilitarismo, en sí mismo, es la exterioridad constituyente de los límites históricos del Estado colombiano. También está el caso de las comunidades territoriales (indígenas, afrodescendientes y campesinas) que habitan el Chocó –un referente común a la hora de hablar de desigualdades sociales y abandono estatal–. El departamento del Chocó, que también se extiende a lo largo del Pacífico colombiano, carga con el estigma de ser no solamente la región más masacrada del territorio nacional, sino que también registra unos niveles de desigualdad traducidos en cifras que solo pueden ser descritas como absurdas:
[…] 81 % de la población no tiene sus necesidades básicas satisfechas. Ciento diez niños de cada 1.000 mueren por estas causas. El analfabetismo llega a cuatro de cada 10. En términos reales, y para resumir, la cosa es que los indicadores que desfavorecen a Colombia entera como nación moderna se multiplican por cuatro en el Chocó en casi todas las mediciones que existen sobre el bienestar social. […] apenas hace un par de meses –el artículo fue publicado en el mes de julio de 2014– se han desplazado 3.000 personas del Alto Baudó. Quinientas treinta y siete a mediados del mes pasado y las restantes 2.500 en el mes de mayo. Cifras gordas sumadas a los nada despreciables 8.272 de 2012 y 10.540 del año pasado que informó la organización Codhes. […] Y la violencia, claro, creciente y monstruosa: la presencia paramilitar, la presencia del ELN. Si quiere ubicarse un punto en el mapa colombiano donde se condensen todos los problemas que existen en este país, hay que apuntar hacia el Chocó: nuestro espejo sin fondo, nuestro país hecho ruinas (El Espectador, 2014, párr. 3).
La idea que emerge entre este conjunto de experiencias es que el Estado –más aún el Estado colombiano– parece ser un paquete completo, cuya presencia es posiblemente censurable, pero su ausencia –como lo hemos evidenciado– lo es aún más. En ese sentido, retomando la situación de fragmentación del movimiento indígena, por lo que debería abogarse es por la reconciliación entre la sociedad civil, incluyéndose, en toda su diferencia cultural, a las comunidades étnicas y territoriales –pues la sociedad civil no es una comunidad cultural, sino política–, y el Estado de Colombia, quienes han sostenido históricamente una relación de divorcio, dando cabida a las crisis de legitimidad que ya hemos mencionado y a la proliferación de expresiones de violencia que se despliegan ante la ausencia de una autoridad estatal clara. Y aquí, para pensar en los valores que guían –o que podrían guiar– las luchas políticas del movimiento, la concepción gramsciana de lo que es y lo que implica la hegemonía está más viva y es más válida que nunca[13]; la conquista por los aparatos del Estado y por la hegemonía, como el conjunto de ideas que configuran el sentido común de las sociedades civiles, son conquistas que deben encontrarse en función de no convertirse en despropósitos. Esto se tramita bajo dos premisas simples, pero que, las más de las veces, se pierden y absolutizan en su simpleza: primera, si para llevar a cabo la tarea de revertir un orden establecido concreto, que se reproduce en el ejercicio de las instituciones estatales, fuese suficiente el control de la maquinaria estatal, bastaría con consolidar una fuerza material suficientemente superior a la del Estado para cambiar el orden de las cosas. Tal y como nos lo demostraron las experiencias que instituyeron un gran esfuerzo por promover, vía de mecanismos democráticos, la intervención del modelo de globalización en los pueblos de América Latina a lo largo de la última parte del siglo XX y la primera del XXI (Correa en Ecuador, Kirchner en Argentina, Lula y Dilma en Brasil, Chávez en Venezuela, Evo en Bolivia) –lo que comúnmente se conoce bajo el nombre de “la década ganada”–, tomarse el Estado no parece ser suficiente para transformar nuestra situación de dominación. Entonces, parece existir otro terreno de disputa sobre el cual se reproduce el orden, esto es, el sentido común de la sociedad sobre la cual recae el gobierno del Estado. Segunda, no obstante, si la conquista por los mecanismos y dispositivos del Estado no fuese necesaria para desmontar ese orden, no existirían actores políticos y económicos del peso que los hay procurando tan celosamente aferrarse al entramado de instituciones que componen el Estado, empeñados en no perder el escenario institucional que les permite reproducir su voluntad en el Estado. Entonces, podríamos sugerir que parece haber algo muy importante en el Estado, pero ese algo no deviene ser suficiente y concluyente por sí solo.
En un escenario donde la política empieza a ser concebida como la oportunidad para disputar la hegemonía y el sentido común de la sociedad civil en su conjunto, y se reconoce que dicha disputa solamente pasa por la conquista de los aparatos ideológicos del Estado[14], la izquierda latinoamericana y los movimientos étnicos y progresistas, quienes se han convertido en verdaderos expertos y laureados en ser opositores de quienes tradicionalmente han gobernado, ahora más que nunca están llamados a la tarea de aprender a gobernar. Ya no solamente para consolidar un “gobierno propio”, cuya determinación actúe exclusivamente en ciertas comunidades muy particulares, sino emprender la labor de sustentar un gobierno válido para todos, y esa es una perspectiva que desborda el reclamo de autonomía del movimiento indígena. La realización de una idea como el “poder propio” no se recreará, bajo el panorama planteado, como un poder paralelo al Estado e igual de capaz a él. La realización del poder propio se resuelve al interior del Estado, no simplemente exigiendo la aparición de un “gobierno de transición”, sino ocupándose de las labores en el aparataje estatal para crear las condiciones materiales e ideológicas que lo hagan posible, es decir, siendo parte de dicho proceso de “gobierno transicional”. Lo que se sugiere es que la calidad de los valores que orientan la realización de un gobierno indígena para algunos, sea la misma calidad de valores que se esgriman ahora en la lucha por recrear un gobierno que nos integre a todos. Y de allí emerge el valor de la interetnicidad e interculturalidad; que logre construir una voluntad común donde se vean reconocidas las luchas de todos los sectores sociales. Es en este escenario donde la interetnicidad e interculturalidad importan más como valores políticos, pues el indígena debe reconocer, al igual que lo ha hecho con las luchas negras y campesinas, que las luchas de los trabajadores, de los homosexuales, de los pobres, de las mujeres, de los estudiantes, son también sus luchas.
Convendría, en ese sentido, desembarazarse de la idea de que el mayor enemigo de las comunidades étnicas es la institucionalidad estatal. La mayor amenaza para las comunidades y sus dinámicas territoriales es el agenciamiento neoliberal globalizado, un modelo en el que los sectores que ocupan los lugares privilegiados de las estructuras de dominación se han insubordinado al Estado de derecho y al contrato social, haciendo del Estado un actor incapaz de regular la agresiva penetración de las voluntades mercantiles de las instituciones corporativas, y secuestrando las instituciones estatales para hacerlas operar en función de los intereses privados de minorías. Y este enemigo ha demostrado que no se vendrá abajo con el aglutinamiento de voluntades antiestatistas y subalternistas que reclamen autonomía frente al Estado. Este enemigo se nutre y enriquece de los síntomas de rebeldía y resistencia que encarna un amplio sector de la izquierda latinoamericana, pues les convierte en modelos de vida consumibles y consumidos para cualquiera que lo desee. El capitalismo cultural –aún más tenaz que su predecesor, el capitalismo industrial– ha reinterpretado el sentido de existencia de quienes antes fuesen sus más acérrimos contradictores y ha condicionado un mundo multicultural en donde ser negro, indígena, revolucionario, rebelde, vegetariano, antisistema, animalista, etcétera, se traduce en formas de existencia que carecen de todo significado político y transformador, y se convierten en tendencias de consumo, cuyo valor solo es concebido a condición de que existan, y no dejen de hacerlo, las crisis, las desigualdades y las injusticias sociales. Se ha creado un mercado de bienes culturales donde se venden estilos de vida anticapitalistas como si se tratase de prendas de vestir, un mercado auspiciado y celebrado por el propio capitalismo[15]. Y de la mercantilización de estos estilos de vida rebeldes e intempestivos, han resultado ahogadas las luchas de los sectores más oprimidos y dominados de la sociedad contemporánea, entre ellas, las luchas de estructuras políticas aparentemente bien consolidadas como el movimiento indígena en Colombia.
ReflexIones finales
Frente a las consideraciones que surgen a partir de la crítica política contenida en el texto, un apartado conclusivo solo podría ser una apartado propositivo, y los autores están interesados en aportar a la construcción de un marco conceptual de la actividad política que sirva como referente regulativo dispuesto para su apropiación por parte de los sectores organizados del movimiento indígena de Colombia y de otros sectores comprometidos con la causa política por dignificar sus condiciones de vida. De tal modo, entendemos por política la actividad mediante la cual los sujetos construimos nuestras condiciones sociales e históricas de posibilidad, cualesquiera que estas sean. La actividad política nos permite mediar en las relaciones de poder que envuelven nuestra cotidianidad, para abogar por que estas relaciones de poder no se conviertan en relaciones de dominación.
Teniendo en cuenta la incursión respecto de la concepción que tienen ciertos sectores políticos del movimiento indígena sobre la figura del Estado, interesa rescatar la idea de que el Estado resulta ser, no la única fuerza, sino la más capaz para hacer frente, cuando menos como frente defensivo, al que ya hemos identificado como el verdadero enemigo de las comunidades territoriales de base, aun considerando que en la mayoría de los casos en el continente –por no decir en el globo– el Estado se encuentra supeditado a su voluntad: a falta de un nombre mejor, hemos dado en llamarle neoliberalismo a este enemigo que eleva el poder a una instancia incluso mayor que la que ocupa el Estado y que convierte a las instancias democráticas en las maquinarias que le legitiman socialmente.
Por otra parte, frente a la fragmentación que sufre actualmente el movimiento indígena, volver sobre la idea de que se trata de una polarización que no ha sabido contribuir a la evolución política de las organizaciones que conforman al movimiento y representan los intereses de las comunidades territoriales. No se ha encontrado aún, en la cúpula política del movimiento, la forma para hacer de la polarización un escenario funcional para el surgimiento de, en palabras de José Pascué, “una política diferente que unifique”, esto es, la movilización política en torno a una voluntad común, capaz de abanderarse en las luchas, las inconformidades y los intereses de las mayorías y recoger en su seno la confianza política del otro, ese otro que, a pesar de no ser indígena, también se encuentra asido del lado equivocado de un sistema de desigualdades, lo que nos lleva a pensar en la siguiente consideración: la disposición para entrar en el juego por la construcción de mayorías, un propósito que se resuelve en la capacidad que han de tener los sectores políticos de la sociedad para ofrecer a las poblaciones un relato explicativo de la realidad social que se sienta tan cercano, incluyente y compatible con la cotidianidad como para lograr el encuentro entre diversos sectores de la sociedad, incluso aquellos cuyos intereses primordiales puedan parecer irreconciliables, y, al mismo tiempo, tan legítimo, aceptado y fortalecido como para desvirtuar la existencia de otros relatos posibles, a condición, incluso, de engullir en su propia explicación otras explicaciones, es decir, de obligar al antagonista a readaptar su juego en virtud de sobrevivir en el terreno ideológico que se ha construido[16]. Cabría preguntarnos quién ha construido el terreno ideológico al cual nos vemos instados a adaptar nuestro juego; cuál es el relato más “sólido”, cercano y legítimo que estructura nuestra realidad actualmente. Esto no es otra cosa que la descripción de cómo opera la disputa por la hegemonía, donde la política es el terreno de lucha más significativo –pero, nuevamente, no el único terreno–.
Por último, y más que como conclusión, lo que se enuncia debe servir como incentivo–o como provocación–, reconocer que las condiciones de posibilidad de quienes se han conformado con ser opositores frecuentes de los gobiernos más tradicionales, están siendo configuradas desde el Estado por ese mismo conjunto de minorías a las que se oponen, pero que, no obstante, han sabido reconocer cuál es el valor que se contiene en el ejercicio de gobernar. Y es que si algo ha de reconocérseles a aquellos a quienes hemos dado por llamar élites, es que han asumido, con todas las contraindicaciones que puedan ser sugeridas, la tarea de gobernarnos. Una tarea francamente agotadora, considerando la inmensa heterogeneidad cultural a la que se enfrentan. Y bajo la urgente necesidad de que los sectores progresistas de Latinoamérica aprendan a ser gobierno, y remitan a las élites a convertirse en la oposición, se tramitan conceptos como el de la institucionalidad indígena o el poder propio, que adquieren valor, ya no como la apuesta por el surgimiento de un Estado paralelo al ya existente, sino como la apuesta por y en el Estado para construir un relato capaz de incluirnos a todos y de desvirtuar otros relatos –los que hoy son dominantes, por ejemplo–, reconciliando la relación entre el Estado y la sociedad civil.
Referencias
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Coordinación Nacional de Pueblos Indígenas de Colombia -CONPI (s. f.). Quiénes somos. Recuperado de http://www.conpicolombia.org/p/quienes-somos.html
Coordinación Nacional de Pueblos Indígenas de Colombia -CONPI Poder Ciudadano, MASEAQCH, FEDEMICHICÓ, CONPAZ y CONAFRO. (2017). Propuesta Interétnica de Diálogos de Paz. [Folleto]
Una reflexión más amplia sobre este y otros conceptos relevantes para el análisis de este artículo se encuentra contenida en su texto la Razón Populista, del año 2005.
El Espectador. (15 de julio de 2014). Chocó y el abandono. Editorial. El Espectador. Recuperado de https://www.elespectador.com/opinion/editorial/ choco-y-el-abandono-articulo-504635
Gobierno de Colombia. (2016). Acuerdo final para la terminación del conflicto y la construc- ción de una paz estable y duradera. Colombia. Recuperado de http://www.urnadecristal. gov.co/sites/default/files/acuerdo-final-habana.pdf
Gramsci, A. (2004). Socialismo y cultura. 29 de enero de 1916. Buenos Aires, Argentina: Siglo Veintiuno Editores.
Laclau, E. (2005). La razón populista. México D. F., México: Fondo de Cultura Económica.
Tattay, P. (2012). Construcción de poder propio en el movimiento indígena del Cauca. En Centro de Memoria Histórica (Ed.), Nuestra vida ha sido nuestra lucha: Resistencia y memoria en el Cauca indígena (pp. 51-84). Recuperado de http://www.centrodememo- riahistorica.gov.co/descargas/informes2012/cauca.pdf
Žižek, S. (1992). ¡Goza tu síntoma! Jacques Lacan dentro y fuera de Hollywood. Buenos Aires, Argentina: Nueva Visión.
[1] Comunicador social, miembro del grupo de investigación: Comunicación, Paz – Conflicto, de la Facultad de Comunicación Social de la Universidad Santo Tomás, Colombia. Correo electrónico: esteban.gutierrez@usantotomas.edu.co
[2] Comunicadora social, miembro del grupo de investigación Comunicación, Paz – Conflicto, de la Facultad de Comunicación Social de la Universidad Santo Tomás, Colombia. Correo electrónico: angiealvarado@usantotomas.edu.co
[3] La organización se define a sí misma, en el contenido de su página web, http:/www.conpicolombia.org, de la siguiente manera: “La Coordinación Nacional de Pueblos Indígenas es un proceso que se ha generado por dos inquietudes principales: en primer lugar, por la problemática indígena en el país. Y, en segundo lugar, por las dificultades al interior del movimiento indígena” (s. f., párr. 1).
[4] Coordinación Nacional de Organizaciones y Comunidades Afrodescendientes.
[5] Asociación Nacional de Zonas de Reserva Campesina.
[6] Al respecto de esta idea, en uno de los encuentros organizados en la sede nacional de Marcha Patriótica, Aquileo Mosquera, representante de la CONAFRO, explica: “[…] el problema que tenemos con los compañeros de la ONIC es que ellos hablan sin consultarlo con su gente, hay que tener claro eso. Usted se sienta con la ONIC y ellos dicen ‘no, es que esto no’, pero si nosotros vamos al territorio, con la gente que vive allá, prácticamente abandonados, que viven solos y que viven trágicamente, pues la gente piensa otra cosa. Porque mucha de la gente de la ONIC vive es aquí, en Bogotá, pero en el territorio es que la gente sufre realmente las consecuencias de toda la intervención minero-energética que el Estado colombiano quiere introducir en nuestros territorios […]” (comunicación personal, 2017).
[7] Esta idea está documentada en la obra del profesor Rubén Jaramillo Vélez, explicada con mayor profundidad en el contenido del libro Colombia: La modernidad postergada de 1998.
[8] Instancia Especial de Alto Nivel de Pueblos Étnicos, conformada por representantes de las principales organizaciones étnicas del país. En cuanto a sus funciones: “[…] actuar como consultora, representante e interlocutora de primer orden de la Comisión de Seguimiento, Impulso y Verificación a la Implementación del Acuerdo Final” (Gobierno de Colombia, 2016).
[9] La Comisión de Seguimiento, Impulso y Verificación a la Implementación del Acuerdo Final (CSIVI), conformada por representantes del Gobierno nacional y las FARC-EP. Según el documento oficial, la CSIVI fue creada como una instancia conjunta de carácter consultivo frente a la implementación de todos los puntos del Acuerdo.
[10] El escritor William Ospina se ha referido al respecto de esta problemática asumiendo la realización de una radiografía sobre el ethos colombiano, contenida en dos de sus textos más célebres: ¿Dónde está la franja amarilla?, del año 1995; y Pa’ que se acabe la vaina, del año 2013.
[11] Al respecto del surgimiento del movimiento indígena en Colombia y del Consejo Regional Indígena del Cauca (CRIC), el Centro de Memoria Histórica realizó un trabajo de documentación que se publicó en el año 2012 bajo el título Nuestra vida ha sido nuestra lucha. Resistencia y memoria en el Cauca indígena.
[12] Véase la conversación entre los filósofos Santiago Castro-Gómez y Luciana Cadahia: “El efecto Venezuela” y la izquierda latinoamericana, del año 2017, publicado por la Red de Estudios Críticos Latinoamérica (recuperado de https://youtu.be/gNE65kjZY7Q)
[13] Hegemonía es un concepto empleado por Antonio Gramsci (2004) para señalar, entre otros aspectos, que la cultura, como el lugar donde se producen y reproducen las ideas que orientan las conductas colectivas, es un escenario de lucha y contradicción completamente vital para el establecimiento de marcos socioculturales más o menos equilibrados para los actores sociales en juego. La hegemonía es una trama de tensiones –más semejante a una negociación que a un acto absoluto de subordinación– entre relatos sobre los cuales se soportan, explican y justifican todo tipo de prácticas, motivo por el cual, aquellos actores con voluntad de transformar sus condiciones de vida, deben ver en la cultura un escenario de lucha estratégico y primordial a sus fines. Para ampliar este desarrollo conceptual, consúltese el texto Socialismo y Cultura.
[14] El filósofo francés Louis Althusser, como parte de una reflexión estructuralista-marxista sobre las sociedades modernas, concibe que el conjunto de instituciones sociales que median en las relaciones entre los individuos y la estructura estatal (escuelas, familias, cárceles, hospitales, medios de comunicación) actúan como aparatos que reproducen la ideología dominante sustentada por el Estado. Esta idea está contenida con mayor profundidad en el texto Ideología y los aparatos ideológicos del Estado.
[15] Desde diversas corrientes de estudio enmarcadas en las ciencias sociales y la filosofía, se ha venido reevaluado la crítica marxista tradicional al sistema económico capitalista para señalar que las nuevas instancias a partir de las cuales se reproduce la dominación económica se hallan en la cultura, siendo los aportes del esloveno Slavoj Žižek (1992) el punto de referencia más claro para expresar la idea según la cual el capitalismo se hace con el dominio de nuestras condiciones materiales a partir de la conquista de los marcos culturales que le dan sentido a nuestras vidas. Libros como ¡Goza tu síntoma! son contenedores y reveladores al respecto de estas discusiones.
[16] Ernesto Laclau emplea el concepto de “significantes vacíos” para referirse y caracterizar al tipo de valores que se producen y emplean en el discurso político para recoger las voluntades de los sectores populares de la población con identidades diferenciales y canalizar dichas identidades en función de la construcción de un todo donde se constituyan, en toda su diferencia, como una voluntad política común. Laclau, sustentado en los aportes teóricos de Antonio Gramsci, entre otros pensadores, ofrecerá una interpretación conceptual sobre la política tan rica y extensa como compartida y cuestionada, pero de las más influyentes de nuestra época, a partir de la cual expone la idea, entre otras, de que la política es la disputa por la construcción de las identidades y relatos que comparten los pueblos.